Esto si que es un hallazgo arqueológico. Relato antiguo donde los haya. No me juzguéis duramente…
El réquiem de Elisa
La noche era fría. La humedad calaba hasta el interior mismo de los huesos. Pero pensé que quizás la destemplanza que sentía se debía más a algo emocional que climático. No tenía perdón de Dios por lo que acababa de hacer. Pero no me importaba demasiado la opinión de éste, pues hacia tiempo que ya no me escuchaba, o yo no le prestaba atención, no lo sé. Puede que las dos cosas. El lastre que arrinconaba a mi conciencia era suficiente para doblegar mi alma, con o sin intervención divina. Acababa de matar a mi mejor amigo. Eso sí, fue en defensa propia. Y no lo digo por justificarme, pues este hecho no me hace sentir mejor, pues fue culpa mía que él arremetiera contra mi persona cual bestia sedienta de sangre. Creo que comienzo a divagar. Debería comenzar por el principio.
Rodrigo y yo éramos amigos desde niños. Cuando mis padres me llevaron el primer día a la escuela, allí estaba él, sonriente y vivaracho. De hecho no recuerdo haberlo visto nunca enfadado o con una mueca de disgusto. Nunca, claro, hasta el día en que lo maté. Bueno el caso es que nos hicimos amigos en seguida. El lo convertía todo en un juego, en algo divertido. En muchos líos me metí por su culpa, pero no me arrepiento, pues fueron las experiencias mas enriquecedoras de los días de mi juventud.
Así seguimos Rodrigo y yo hasta la Universidad, de fiesta en fiesta y de barra en barra, pero siempre manteniéndonos unidos. Si uno suspendía un examen el otro también, y viceversa. Nos propusimos que nada nos separase. Pero no podíamos ver más allá del día presente y no podíamos prever que alguien se interpusiese entre nosotros. Elisa. Ambos habíamos salido con chicas antes, y aunque esté mal decirlo, incluso habíamos compartido alguna, pero ninguna se podía comparar a Elisa. Nunca olvidaré el día en que ella apareció de repente en nuestras vidas. Una mañana soleada de septiembre en la primera clase del semestre, aún saboreando los últimos retazos de las vacaciones que pronto se verían como algo lejano, ella entró en el aula. Rodrigo y yo nos miramos y después la contemplamos de arriba abajo con ojos sediciosos. Era escultural. Un metro setenta y dos de curvas inacabables. Su media melena castaña clara se agitaba con sus movimientos y su flequillo le caía graciosamente sobre los ojos. Aquellos ojos, verdes como el mar antes de una tormenta. Pero lo mejor eran sus labios. Aquellos labios que se curvaban tan a menudo en una mueca de felicidad, fueron los que me convencieron que tenía que ser mía. Y quizás de una forma diferente a las anteriores, podría ser que fuera la definitiva.
Ella se paró frente a la primera fila buscando entre la multitud un sitio libre. Entonces Rodrigo se levantó, aprovechando mi ensimismamiento, y haciéndole un gesto con la mano señaló un sitio libre a su derecha. La verdad es que Rodrigo siempre había sido de carácter más abierto, y sabía entenderse con la gente. Esto me da que pensar, pues jamás lo vi con otro amigo que no fuese yo o que no fuera conocido de ambos. Puede que no necesitara más amigos después de todo y por eso no los buscaba. La verdad es que estos pensamientos me hacen sentirme peor en estos momentos, pero no se puede cambiar lo que está hecho. Mi padre siempre decía: Cuando hagas algo mal, no desperdicies el tiempo lamentándolo, simplemente saca el partido que puedas. Puede que fuese lo único bueno que mi padre me dijo, pues era un jugador y un alcohólico irremediable. Así entró Elisa en nuestro círculo. Llegó con su cálida sonrisa y se sentó junto a Rodrigo. Ahora veo aquel momento como algo premonitorio, pues habiendo un asiento libre a mi diestra escogió el de Rodrigo. Escogió a Rodrigo. Pero no me rendiría. Yo no soy de los que se dan por vencidos, eso me pondría a la altura de mi padre y nada mas lejos de lo que desearía.
Salimos muchas veces los tres juntos, y lo cierto era que nos lo pasábamos bien. A pesar de ello, sentía que no era suficiente. Cada vez que se me acercaba, cada vez que bailábamos, cada vez que me miraba sentía unas incontrolables ganas de poseerla allí mismo, hacerla mía.
Aquella fatídica noche fría, Rodrigo se presentó ante mi puerta lanzando juramentos y maldiciones. La madera de la puerta temblaba y crepitaba ante sus golpes. No podía dejarle entrar porque sabía que me mataría. Y la verdad es que tenía razones para odiarme. Tras unos incesantes minutos de gritos, pareció calmarse. El tono de su voz disminuyó, pero seguía escupiendo el mismo veneno. Decidí tratar de arreglar las cosas y abrí. Intenté explicarle que no valía la pena discutir, que una mujer no podía interponerse entre dos buenos amigos como nosotros, pero no sirvió de nada. Metió la mano en su chaqueta. Yo no entendía qué buscaba en ella y no podía creerlo cuando vi aquel artilugio metálico que relucía con la ténue luz de mi apartamento. ¿De donde había sacado Rodrigo un arma? Seguramente la compró sólo para quitarme de en medio. Instintivamente reaccioné. Salté sobre él y forcejeamos hasta que un trueno nos sumió en un silencio mortecino. El arma se había disparado y Rodrigo había muerto. Sentí alegría por seguir con vida, pero al ver la cara desencajada de mi amigo de la infancia, que yacía inerte sobre mi moqueta, me sentí mal.
Nunca pensé en los sentimientos de mi mejor amigo, pero estaba cegado por los míos propios. Quería a Elisa más que a nada. La amaba. ¿La amaba? Ya no estoy tan seguro. Cuando el rosa del amor se torna rojo sangre, no se trata de otra cosa que obsesión. No estaba enamorado de ella. Solo quería lo que no podía tener. Y debería haber pensado en esto antes de arruinar tres vidas estúpidamente. La mía, la de Rodrigo y la de Elisa. Porque he dicho lo que le hice a Rodrigo, pero no lo que le hice a ella. Me odio más si cabe por este fatal hecho que por lo del pobre Rodrigo que en paz descanse.