Los invitados

Mujer

Dejé atrás el baile, con su bullicio y sus estridentes instrumentos de cuerda que me perforaban el cerebro. Me resguarde en una habitación vacía del piso de arriba consumido por un tedio ebrio que no me permitía pensar. Tenía los sentidos abotargados y buscaba con desesperación una salida a la fría noche de la ciudad. Deslice la puerta corredera del balcón y vi su espalda perfectamente perfilada que aquel fino vestido de noche dejaba al descubierto. Durante un instante dudé, sin dejar ir el pomo de la puerta, pero tampoco pude dejar de contemplarla. La brisa nocturna me acarició las mejillas y pude notar como el color rosado acudía a ellas. Ella no se volvió en ningún momento; Observaba en silencio el tráfico de la avenida principal que parecía tan lejano desde allí arriba. No se como lo deduje, tal vez por su movimiento de hombros, o quizás por el aroma triste que me llegó de su perfume, pero supe que estaba llorando. Quise acercarme y consolarla con palabras amables, pero nunca tuve esa clase de valor. Decidí retirarme y no molestarla, de modo que, con cuidado, cerré la puerta y di un paso atrás para observarla una última vez  a través del cristal antes de volver al salón con el resto de invitados. Pero ya no estaba allí.
Creí que había sido producto de mi imaginación. Que todo lo era. No recordaba qué hacia en aquella fiesta ni quién me había invitado, o ni tan siquiera como había llegado, ¿En taxi tal vez? Estaba mareado y confuso. La copa de champan que llevaba en la mano hacía rato que había perdido todo el gas, y ahora tan solo burbujeaba en el interior de mi cabeza. Pero a pesar de todo sabía lo que había pasado.

A la mañana siguiente todo parecía más irreal, pero la noticia en primera plana en el periódico no me permitió seguir ignorándolo por más tiempo. Un escalofrío me recorrió la espalda y me descubrí pensando en lo que no quería pensar. En aquella remota posibilidad, una simple gota en un mar de posibilidades infinitas. Aquella duda era lo que más me torturaba y como nunca encontraría una resolución clara a aquellas cuestiones. Pero era así, un par de palabras amables de un desconocido podrían haber cambiado las cosas.

Una mala copia

«Todos nacemos originales y morimos copias.»
Carl Gustav Jung
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Una mala copia

El chico de mantenimiento estaba agachado junto a la fotocopiadora. Las tripas del aparato se hallaban diseminadas por el suelo. Laia se encontraba de pie junto a la puerta, apretando un dossier contra el pecho. Tenía la vista fija en el trasero del muchacho, el cual se marcaba de una forma poco sutil bajo el mono de trabajo. “Seguro que va al gimnasio”, pensó Laia. El muchacho se volvió para coger una herramienta de su caja y se dio cuenta de su presencia por primera vez. Laia se sonrojó.

– Ya volveré luego.- Dijo ella incómoda y se dispuso a marcharse.

– No hace falta.- Contestó él.- Ya casi he terminado.- Y le regaló una espléndida sonrisa.

Laia asintió con la cabeza y permaneció en el mismo lugar mientras el chico volvía a introducir sus manos en el cuerpo de la bestia. Trató de mirar a otro lado mientras esperaba, por lo que paseó la vista por la habitación de fotocopias. No había nada de especial interés. Estantes con papel de diferentes medidas y gramajes, algunas cajas de tóner y un poster motivacional donde salían un grupo de pingüinos y una frase rezaba debajo: Trabajo en equipo. En la pared de enfrente vio un tablón de corcho lleno de anuncios. Se fijó en uno que anunciaba una fiesta en la playa organizada por algunos compañeros. Sin querer, su vista la traicionó y se posó de nuevo en aquel perfecto trasero. Se maldijo por su falta de fuerza de voluntad, pero acto seguido prefirió disfrutar que hacerse reproches.

Lo cierto era que el chico era bastante guapo y aunque apenas había cruzado con él más que un par de saludos cordiales, le parecía simpático y agradable. No es que ella fuera el tipo de chica que se prestara a cotilleos, pero más de una vez, al entrar en la sala de descanso, había escuchado a las chicas de centralita desgranando los entresijos de aquel atractivo cuerpo. Laia no solía hablar con las tele-operadoras porque le molestaba la gente que escupía palabras como una ametralladora, y ciertamente éstas eran de ese tipo. Pero aquella conversación la escuchó con atención mientras se servía café. Hablaban del muchacho como si fuera una chocolatina. Ella se sintió molesta por aquel trato más propio de los hombres, pero ahora ella no podía dejar de mirarle el culo. Trató de imaginar qué tipo de persona sería en realidad, al margen de tan buen aspecto. Comenzó a imaginar que sería salir con él. De alguna forma se vio transportada a una noche veraniega, a una fiesta en la playa.

La luna estaba llena y las estrellas brillaban en el cielo. Laia llevaba un bikini blanco y un pareo de flores alrededor de la cintura. Se había recogido el pelo en un moño improvisado. Cogiéndola de la cintura avanzaba junto a ella Marco, el chico de mantenimiento. En realidad Laia no conocía el nombre del muchacho, pues en la etiqueta bordada de su uniforme ponía: M. Ferrer. Marco llevaba un bañador tipo surfista de color azul y blanco, y una camiseta negra de tirantes. En su mente ya era la tercera cita, y las dos anteriores, claro, habían sido perfectas. Buena música, buena comida y él muy galante. Nada más. No era una chica fácil. Llegaron a la fiesta y se acercaron a la hoguera. Algunos compañeros se acercaron y les felicitaron por estar juntos.

De algún lugar de su mente, apareció un conjunto musical, ciertamente famoso, pero que el nombre, en aquellos momentos, a Laia se le escapaba. Y comenzaron a bailar. La cosa marchaba a la perfección. Sin saber cuánto tiempo había pasado, ella se encontró exhausta de tanto baile y decidió ir a sentarse. Marco trató de convencerla de continuar, al menos otra canción, pero no pudo disuadirla,  de modo que en lugar de ir tras ella para descansar, se agarró a la primera chica que pasó por allí. Laia, sentada sobre una toalla, no podía creerlo, su chico estaba bailando excesivamente pegado con la pelirroja de administración. La tía más promiscua del departamento. Y si había alguna cosa que le costara cerrar más que le boca eran las piernas. Para alivio de Laia la canción terminó y se separaron. Marco cogió un par de latas de cerveza de un cubo lleno de hielo y se sentó junto a ella. Marco dejó una lata sobre la arena y abrió la otra de la que escapó un reguero burbujeante de espuma. Laia extendió la mano creyendo que Marco le iba a dar la cerveza, pero este, sin siquiera mirarla, se la llevó a la boca y, con un largo trago, se la bebió de golpe. Dejó escapar un estruendoso eructo. Lanzó la lata que cayó junto a un cubo que habían dispuesto como basura y cogió la otra ante la mirada de sorpresa de Laia. Marco al descubrir que ella le observaba la lata de la mano, pegó un pequeño sorbo y dijo: Si querías me lo podrías haber dicho.

Cuando Marco apuró la segunda lata se tumbó sobre la toalla. El grupo tocaba una canción romántica. Laia decidió dejar de banda el incidente y se tumbó junto a él, mirándole. Marco sonrió. “Que sonrisa tan bonita tiene”, pensó ella. Se estiró y le besó en los labios, olvidándose de todo lo demás. Él la correspondió. Los besos se hicieron más intensos. Notó como la lengua de Marco se adentraba profundamente en su boca, cosa que la incomodó un poco, pero lo dejo continuar. Entonces su mano derecha, hasta ahora sobre la cadera de Laia, se deslizó furtiva y audaz sobre uno de sus pechos. Laia dio un respingo hacia atrás, pero la mano siguió ahí.

-Espera, vamos un poco deprisa.- Dijo ella sintiéndose incómoda y mirando de reojo que nadie la observara.- Este no es el mom…

Marco se lanzó de nuevo sobre su boca ignorando lo que decía. Ella se apartó y le quitó la mano. Enojada se levantó y se marchó de su lado. Se acercó a la hoguera, enfurruñada y cruzada de brazos. Esperaba que en cualquier momento Marco viniera pidiendo disculpas, pero los minutos se sucedían y él no aparecía por ningún lado. Finalmente se dio la vuelta y lo busco con la vista. “¡Maldito Cabrón!”, pensó. Se estaba dando el lote con una de las cotorras de la centralita, y encima le estaba cogiendo el culo como si quisiera exprimírselo. La mandíbula se le desencajó y por un momento creyó notar cómo le pesaban los cuernos sobre la cabeza.

– Ya la tiene arreglada.- Dijo el chico de mantenimiento.

Laia, aún con la cara desencajada, le lanzó una mirada llena de ira que dejó helado al muchacho.

– Cretino.- lanzó ella y salió de la habitación dejando al muchacho petrificado.

No entendía lo que acababa de pasar. Se puso la mano frente a la boca y echó el aliento. Luego lo olió. No olía mal. Se encogió de hombros, recogió el instrumental y antes de marcharse echó una ojeada al letrero de la Fiesta playera. Sonrió y se fue.

Otro puto cuento

«Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros.»
George Orwell

Tres osos

Otro puto cuento

El día era soleado. Era soleado y alegre como en todos los malditos cuentos de hadas, en los que más tarde o más temprano alguien se pone a cantar en lugar de narrar las cosas en prosa. Sí, era un día feliz como todos en el bosque, excepto para Ricitos de Oro. Desde que la muchacha había tenido uso de razón, se había percatado del daño que sus padres le habían hecho al ponerle un nombre tan estúpido y repipi. Ricitos, acababa de saltarse las clases, no era que no le gustara estudiar, que no le gustaba, era porque sus compañeros siempre se burlaban de ella por su nombre, por eso y porque su madre la obligaba a ir vestida como una jodida pastora. Pero si no había visto una puta oveja en su vida. Bueno, de modo que se adentró en el bosque con la esperanza de sentarse tranquila y liarse un par de porros. Lamentó no llevar consigo la botella de ginebra que había hecho comprar el otro día a un vagabundo a cambio de medio bocata de mortadela, y que tenía que ocultar dentro de su muñeca Nacha, o “Nacha la borracha” como solía llamarla.

Entonces se topó con una cabaña en medio del bosque. Le pareció extraño, pues era una choza guapa y bien conservada. Una luz se iluminó dentro de su mente. Se acercó sigilosamente a la puerta y llamó un par de veces, y esperó. No había nadie. Se frotó las manos y sacó de su bolsillo su Kit especial del buen criminal. Un juego de ganzúas de lo más completo. Sus padres eran unos ignorantes, pues se lo había pedido para Navidad el año pasado, y los muy ilusos creyeron que se trataba realmente de un juego. Serán imbéciles los mayores.

Forzó la puerta sin dificultad. Aquellos ricachones estaban vendidos, allí en medio de ninguna parte. Seguro que tenían cantidad de cosas que luego podría vender a su colega el Empeños. Entró en la cocina, y topó con una mesa dispuesta ya para la comida. En ella había tres platos llenos de sopa. Se acercó al primero, metió un dedo. Uf, estaba ardiendo. Se puso ante el segundo. Tomó cuidadosamente una cucharada. Eh, esta está demasiado fría. Y se acercó, ya reticente, al último, que estaba frente a una silla más pequeña que las otras. Se llevó una cucharada a la boca. Argh, ya no me acordaba de que odio la sopa, se dijo. Cogió de la mesa una botella de vino tinto con aspecto de ser de buen año (vamos, caro) y se amorró a ella. En cuestión de un momento se la había acabado. Tambaleándose por el vino, subió al segundo piso. Había solo una habitación, con tres camas puestas la una al lado de la otra. Se tumbó en la primera. Saltó al momento rascándose por todas partes. Estaba llena de pelos. Se echó en la segunda. Desprendía un olor desagradable a potingues para el cuidado del cabello que la mareó, así que se bajó. Ya tan borracha que no podía dar un paso más se desplomó sobre la última y quedó grogui.

Mientras tanto, tres extraños seres se acercaban a la mansión, brincando y cantando. Joder claro, es que al fin y al cabo esto es un cuento. Eran los tres osos. Papá oso, mamá oso y el hijo oso. Cuando fueron a entrar en su “keli” se toparon con que la puerta había sido forzada. Papá oso sacó su Magnum 44 y entró sigilosamente, seguido por el resto de la familia. Mamá oso corrió a la cocina y se llevó las manos a la cara horrorizada cuando descubrió que no había fregado los platos antes de irse, y el fregadero estaba lleno. Es que Mamá oso era una señora de su casa con todas las de la ley, muy comprometida con la limpieza del hogar y las reuniones de “tupperware”.

– Alguien s’ha papeao nuestra manduca, viejos.- Dijo el hijo oso tal y como hablan los jóvenes de hoy día.

Papá oso mosqueado empuñó con fuerza su revólver y cerró la puerta de la entrada con llave. Si alguien había roto la quietud de su hogar le rompería las piernas a cambio. Subió seguido por su familia. Entraron en el dormitorio. El hijo oso gritó:

– Mira viejo, hay una chorba sobando en mi piltra.

Ricitos se despertó sobresaltada y Papá oso le apuntó con el arma. La muchacha se echó al pie de la cama esquivando los tiros. Oía como las balas silbaban sobre su cabeza. Se maldijo por haber entrado en la puta casa de los osos sin haberse fijado en el emblema de la Asociación Nacional del Rifle que colgaba junto a la entrada. Aquellos animales estaban a punto de joderla bien. Como iba a volver a casa con el puto vestido de pastora con un agujero de bala. Casi prefirió salir y que le volaran la cabeza. Pero se lo pensó mejor, tal vez por los efectos de la María o el alcohol. Se armó de valor y saltó por la ventana. Lo que no podía imaginarse Ricitos de ninguna de las maneras, era que debajo de aquella ventana había un foso lleno de estacas afiladas que acabarían con su vida. Los tres osos se acercaron a la ventana y miraron a través. Entonces Papá oso dijo:

– Ves hijo, todas hacen lo mismo.

– Ya tenemos la cena.- Dijo Mamá oso.- Voy a ir calentando los fogones.

Los tres osos se abrazaron y bajaron de nuevo las escaleras cantando y brincando, como en los putos cuentos de hadas. Y vivieron felices y comieron Ricitos de Oro.

El libro de los Hidalgos – Capitulo Segundo

Segundo capítulo de estas cortas fábulas sobre hombres de cuna alta y nobles, a la par que necias, intenciones. Aquí el primer capítulo.
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«Hay que dejar la vanidad a los que no tienen otra cosa que exhibir.»
Honoré de Balzac

Capitulo Segundo

El gentil jinete Don Sergio

El Hidalgo Don Sergio García
sobre su gentil montura
el más apuesto se creía.
.
Al trote y al paso galopaba,
irguiéndose en toda su estatura
ante las gentil damas.
.
Las mozas más apuestas se sonrojaban
cuando el Hidalgo sobre su montura
una mirada las dedicaba.
.
Un día Don Sergio,
paseando por la villa
Descubrió a una Dama bajo una sombrilla.
Aminoró el paso con aire galante
hasta situarse junto a su carruaje.
.
La dama alzó la vista hacia Don Sergio
que creyó perder la razón
aquella mujer le había robado su corazón.
Irguiese Don Sergio en toda su estatura
pero la mujer no le miraba
solo le interesaba su montura.
.
Sintió una ira sin igual
al sentirse traicionado por el animal.
Agitó su vara golpeándole
al que hasta ahora había sido
su fiel corcel.
.
El caballo se agitó enfadado
pues también se sentía traicionado.
Relinchó y se encabritó el animal
acabando con su amo en un lodazal.
.
La dama rió ante tal payasada,
y la galantería de Don Sergio
se volvió agua pasada.
Desde entonces quien lo ha visto
cuenta que huraño se ha vuelto
y algo arisco.

El Libro de los Hidalgos – Capitulo Primero

«Jamás penséis que una guerra, por necesaria o justificada que parezca, deja de ser un crimen.»
Ernest Hemingway
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Capitulo Primero

El valeroso Hidalgo Don Ferran

En un lugar de España
cuyo nombre no es menester preguntarse,
vivía galantemente el ingenioso Hidalgo
Don Ferran
conocido en la comarca
por su afán de hacer el bien
y su aspecto señorial.
.
Puesto que un día, el ingenioso Hidalgo
viérase con una carta entre sus gentiles manos.
Un sello del Rey
descubrió sorprendido
y apresurase a conocer lo desconocido.
.
Poco podía imaginar que a todo un caballero como a él
a filas lo pudieran llamar.
Presto y con ligereza
cogió su casco y se lo echó a la cabeza.
Su patria su ayuda pedía
y ningún Hidalgo de buen nombre se la negaría.
.
A filas marchó el pobre soldado
con su inocencia a la espalda
Y en su mano el cayado.
.
Muerte dio a mil enemigos
pero solo uno bastó para rajarle el ombligo.
En su zanja de guerra se desangraba
poco a poco veía como su vida acababa.
Su mente viajó volando al pasado
a la época en que no era
más que un Hidalgo honrado.
.
Con la sangre en sus manos
recordó haber matado a otros humanos.
Sollozando pidió la extremaunción,
pero no había cura en aquel lugar
alejado de la mano de Dios.
.
Así murió el Ingenioso Hidalgo
Sin valentía ni bravura
Pues al dar muerte a otros
Cavó su propia sepultura.

Platos rotos

«Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón.»
Jorge Luis Borges

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Platos rotos

Adela abrió con ímpetu las puertas del armario ropero y se lanzó a su interior. Apartó de un plumazo los abrigos que pendían en sus perchas y revolvió los jerséis que permanecían estrictamente doblados sobre sus estantes. ¿Dónde diablos lo había guardado? Desvió la mirada hacia arriba, hacia un alto estante lleno de cajas y otros objetos. Arrastró hasta allí una silla y la utilizó como escalera. Mientras apartaba objetos que no recordaba poseer, se maldijo por no recordar donde había guardado algo tan importante. Ante la desesperación arrojó un grupo de cajas al suelo. Un montón de fotografías que había en una de ellas, se vio desparramado por el suelo del dormitorio. Adela bajo de la escalera con un cuidadoso saltito, y se arrodilló junto a las fotografías. Cogió una con sumo cuidado de no dejar marca con sus dedos. Aparecían ella y Eli, su hermana, vestidas de noche y muy sonrientes. Era la noche del concierto. Recordaba aquella noche aunque hubieran pasado ya diez años, ¿cómo podría olvidarla? Pues aquella fue la noche en que todo comenzó a cambiar.

Recordaba el auditorio. Una cámara enorme que respiraba historia a través de cada moldura. Recordaba cómo estaba Eli de emocionada por tocar en un lugar como aquel, ante tantísima gente. Eli tocaba el violín, y Adela la envidiaba por poseer aquel extraordinario talento. Ella en cambio había sido toda su vida una negada para el arte, para cualquier forma de creación en realidad; pero, en su lugar, se había puesto la meta de conseguir que Eli llegara a lo más alto, que cumpliera sus sueños por las dos. Aunque últimamente se habían distanciado. Adela no la culpaba, pues ella también había estado algo ocupada, desbaratando un par o tres de relaciones propias sobretodo, pero quien las contaba. Eli, por su parte, se había casado el año anterior, por lo que ya sería bastante difícil para ella sacar adelante su vida familiar y su carrera, en aquellos momentos en auge.

Adela miró a la butaca vacía a su derecha. Adolfo, el marido de Eli, como tantas otras veces, no se había dignado en aparecer. Al principio de su relación, Adela, se había alegrado por su hermana. Era cierto que Adolfo causaba una buena primera impresión, era atractivo e inteligente, y parecía saber cómo agradar a la gente. Pero de un tiempo a esta parte había comenzado a cogerle cierta manía, en parte por robarle a su hermana, cosa que nunca confesaría a Eli. Las luces se apagaron y se alzó el telón. La orquesta filarmónica estaba en sus puestos, esperando las indicaciones del director, quien golpeó la batuta sobre el atril y la música rompió a sonar. Eli estaba de pie, era el primer violín, y los sonidos de su instrumento resaltaban por encima de los demás. Adela dejó de pensar, y se abrió a la música de Bach. Un sentimiento de tristeza la sobrecogió. Por un momento creyó ver en el rostro de su hermana que rompería a llorar, pero se recompuso. Adela lo achacó a la emoción de la sinfonía.

Cuando la música se silenció el público restalló en aplausos efusivos, alzándose en pie. La orquesta saludó al público y el telón volvió abajo. Adela, pidiendo permiso y dando disculpas por algún que otro pisotón involuntario, corrió hacia bastidores. Allí se lanzó a los brazos de Eli, apretándose bien fuerte.

– Enhorabuena.- Gritaba excitada Adela.- Ha sido estupendo. Has estado fantástica.

Mientras la estrechaba a Eli se le escapó una mueca de dolor y Adela la soltó. Su hermana se agarraba el brazo mientras se volvía dándole la espalda.

– ¿Qué ocurre? ¿Te he hecho daño?

– No, no. Tranquila.- Dijo Eli mientras se deslizaba hacia la puerta del camerino para cerrarla a la mirada de curiosos.- Me di un golpe el otro día. Ya sabes que soy un poco torpe.

Adela se mostraba preocupada, pero no quería resultar pesada, de modo que no insistió. Aunque en aquel momento no le dio mayor importancia al asunto, las cosas cambiaron desde entonces. Eli no volvió a tocar el violín, por lo que ella sabía, ni tan siquiera en privado. Una lágrima cayó sobre la fotografía que aún sostenía pero hacía rato ya no miraba. Se enjugó la cara y miró el reloj de su pulsera. Se le había hecho tarde. Comenzó a recoger con premura las fotos esparcidas y arrojándolas dentro de la caja. Descubrió así, bajo el montón, una bolsa de tela negra con una cremallera. Ahí estaba. Lanzó la última foto a la caja y con el pie las empujó al interior del armario. Recogió la bolsa y guardó en el bolso con cuidado. Cogió la chaqueta y el bolso y salió a toda prisa dando un portazo.

Cuando entró en la habitación el médico ya estaba allí. Adela cerró la puerta tras de si, y casi sin mirar al doctor se situó a los pies de la cama.

– Lo siento. No he podido llegar antes.

– No se preocupe.- Dijo el médico mientras pulsaba un botón en la pared.- Podemos empezar cuando usted quiera.

Una enfermera entró en la habitación y rodeó la cama, situándose junto a los aparatos electrónicos que, Adela, solo podían intuir para qué servían. Se fijo en un grande que contenía una especie de fuelle en su interior y que producía un ruido persistente de insuflaciones de aire. Era molesto, pero Adela no podía soportar la idea de que parara de una vez por todas.

– Adelante.- Dijo Adela. Rodeó la cama hasta la cabecera y acarició el rostro de su hermana con cariño. Lágrimas anegaron de nuevo sus ojos. Eli parecía dormida. Lo parecía desde hacía cinco años. No sabía como había sucedido exactamente. Lo único que sabía a ciencia cierta era que a su hermana le habían propinado tal paliza que casi no pudo reconocerla cuando llegó al hospital. En aquel instante todos los cabos se unieron. Todos aquellos detalles del pasado que había pasado por alto. ¿Cómo había podido estar tan ciega? Le cogió la mano.

El médico le hizo un gesto a la enfermera y ésta pulsó un botón. La máquina dejó de bombear aire casi al instante. Unos minutos más tarde, que a Adela le parecieron horas enteras, el doctor puso su estetoscopio sobre el pecho de Eli, miró su reloj y confirmó la hora del fallecimiento.

– Le acompaño en el sentimiento.- Dijo el doctor con tono suave que Adela no alcanzó a oír.- Le dejáremos un momento  solas. Luego hablaremos del papeleo. El médico y la enfermera abandonaron la habitación.

Adela se quedó sola, siendo consciente por primera vez de que se encontraba sola. Eli ya no estaba. En realidad Eli había muerto cinco años atrás, cuando los médicos dijeron que no existían muchas posibilidades de que llegara a despertar. Pero al mantener su cuerpo con vida, había mantenido la esperanza. Una esperanza que hoy había arrancado de raíz. Era el momento de que descansara por fin. Aquel era un día señalado. Quizás Eli, aunque se hubiera recuperado del coma, no hubiera superado aquel día. Era mejor de aquella forma. Simplificaba en cierto modo las cosas.

Adela se inclinó y besó a su hermana en la frente, susurrando un adiós que escapó de sus labios como una exhalación. Cogió el bolso enérgicamente y salió de la habitación sin mirar atrás. Mientras avanzaba por el pasillo tratando de contener la necesidad de derrumbarse y gritar, oyó como la enfermera la llamaba. No miró atrás. Salió del hospital y subió a su coche. Luego se alejó de allí. Tenía cosas que hacer.

Despertó sobresaltada. Se había quedado dormida en el asiento del conductor. Le dolían las cervicales por la mala postura. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Miró el reloj en el salpicadero. Suspiro de alivio al comprobar que aún quedaba algo de tiempo. Tanteó el bolso que reposaba en el asiento del copiloto, como si tratara de asegurarse de que seguía allí donde ella misma lo había dejado. Todo iba según lo previsto. Bajó la ventanilla y observó el edificio que se alzaba al otro lado de la calle. Una pared alta de ladrillos y un enorme portón metálico. De pronto chirriaron los goznes y la puerta se abrió. Salió de allí un hombre vestido con unos vaqueros y una camisa blanca de rayas azules. El hombre se detuvo en medio de la acera, mirando hacia ambos lados y no decidiéndose en qué dirección tomar. Adela se apresuró a coger el bolso y sacó la bolsita negra. Corrió la cremallera con delicadeza y extrajo el contenido. El revólver lanzó un destello al contacto con la luz del sol. Abrió la recamara e introdujo dos balas. Con el arma en la mano se asomó por la ventanilla. Encañonó al hombre mientras lo miraba con odio. Adolfo echó a andar calle abajo, pronto se pondría a tiro. Al acercarse más, Adela, lo contempló debidamente. Se veía mucho más viejo, parecía desnutrido y pálido. Las canas se habían apoderado de su pelo antes oscuro como el azabache. Era una visión lamentable. Un saco de huesos y pellejo. Pero esto no amedrantó la determinación de Adela, lo que lo hizo lo que descubrió en sus ojos. Vio a una persona rota, asustada e indefensa. Adela guardó el arma y subió la ventanilla justo al tiempo que él pasaba de largo. Lo observó a través del retrovisor, alejándose sin rumbo fijo.

Adela tomó aliento. Miró sus ojos en el retrovisor interior como le devolvían la mirada. No sentía que Adolfo hubiera pagado. ¿Por qué le había dejado ir? No había sido una decisión fácil. Pero creyó que no le hubiera aliviado el dolor que sentía en aquellos momentos. No, era mejor esperar. No quería matar a una sombra. No podía arrebatarle algo a alguien que no tenía nada. Cuando llegara el momento, ella ya estaría allí, esperando. Es lo que mejor se le daba en el mundo, esperar.

El Réquiem de Elisa

Esto si que es un hallazgo arqueológico. Relato antiguo donde los haya. No me juzguéis duramente…

El réquiem de Elisa

La noche era fría. La humedad calaba hasta el interior mismo de los huesos. Pero pensé que quizás la destemplanza que sentía se debía más a algo emocional que climático. No tenía perdón de Dios por lo que acababa de hacer. Pero no me importaba demasiado la opinión de éste, pues hacia tiempo que ya no me escuchaba, o yo no le prestaba atención, no lo sé. Puede que las dos cosas. El lastre que arrinconaba a mi conciencia era suficiente para doblegar mi alma, con o sin intervención divina. Acababa de matar a mi mejor amigo. Eso sí, fue en defensa propia. Y no lo digo por justificarme, pues este hecho no me hace sentir mejor, pues fue culpa mía que él arremetiera contra mi persona cual bestia sedienta de sangre. Creo que comienzo a divagar. Debería comenzar por el principio.

Rodrigo y yo éramos amigos desde niños. Cuando mis padres me llevaron el primer día a la escuela, allí estaba él, sonriente y vivaracho. De hecho no recuerdo  haberlo visto nunca enfadado o con una mueca de disgusto. Nunca, claro, hasta el día en que lo maté. Bueno el caso es que nos hicimos amigos en seguida. El lo convertía todo en un juego, en algo divertido. En muchos líos me metí por su culpa, pero no me arrepiento, pues fueron las experiencias mas enriquecedoras de los días de mi juventud.

Así seguimos Rodrigo y yo hasta la Universidad, de fiesta en fiesta y de barra en barra, pero siempre manteniéndonos unidos. Si uno suspendía un examen el otro también, y viceversa. Nos propusimos que nada nos separase. Pero no podíamos ver más allá del día presente y no podíamos prever que alguien se interpusiese entre nosotros. Elisa. Ambos habíamos salido con chicas antes, y aunque esté mal decirlo, incluso habíamos compartido alguna, pero ninguna se podía comparar a Elisa. Nunca olvidaré el día en que ella apareció de repente en nuestras vidas. Una mañana soleada de septiembre en la primera clase del semestre, aún saboreando los últimos retazos de las vacaciones que pronto se verían como algo lejano, ella entró en el aula. Rodrigo y yo nos miramos y después la contemplamos de arriba abajo con ojos sediciosos. Era escultural. Un metro setenta y dos de curvas inacabables. Su media melena castaña clara se agitaba con sus movimientos y su flequillo le caía graciosamente sobre los ojos. Aquellos ojos, verdes como el mar antes de una tormenta. Pero lo mejor eran sus labios. Aquellos labios que se curvaban tan a menudo en una mueca de felicidad, fueron los que me convencieron que tenía que ser mía. Y quizás de una forma diferente a las anteriores, podría ser que fuera la definitiva.

Ella se paró frente a la primera fila buscando entre la multitud un sitio libre. Entonces Rodrigo se levantó, aprovechando mi ensimismamiento, y haciéndole un gesto con la mano señaló un sitio libre a su derecha. La verdad es que Rodrigo siempre había sido de carácter más abierto, y sabía entenderse con la gente. Esto me da que pensar, pues jamás lo vi con otro amigo que no fuese yo o que no fuera conocido de ambos. Puede que no necesitara más amigos después de todo y por eso no los buscaba. La verdad es que estos pensamientos me hacen sentirme peor en estos momentos, pero no se puede cambiar lo que está hecho. Mi padre siempre decía: Cuando hagas algo mal, no desperdicies el tiempo lamentándolo, simplemente saca el partido que puedas. Puede que fuese lo único bueno que mi padre me dijo, pues era un jugador y un alcohólico irremediable. Así entró Elisa en nuestro círculo. Llegó con su cálida sonrisa y se sentó junto a Rodrigo. Ahora veo aquel momento como algo premonitorio, pues habiendo un asiento libre a mi diestra escogió el de Rodrigo. Escogió a Rodrigo. Pero no me rendiría. Yo no soy de los que se dan por vencidos, eso me pondría a la altura de mi padre y nada mas lejos de lo que desearía.

Salimos muchas veces los tres juntos, y lo cierto era que nos lo pasábamos bien. A pesar de ello, sentía que no era suficiente. Cada vez que se me acercaba, cada vez que bailábamos, cada vez que me miraba sentía unas incontrolables ganas de poseerla allí mismo, hacerla mía.

Aquella fatídica noche fría, Rodrigo se presentó ante mi puerta lanzando juramentos y maldiciones. La madera de la puerta temblaba y crepitaba ante sus golpes. No podía dejarle entrar porque sabía que me mataría. Y la verdad es que tenía razones para odiarme. Tras unos incesantes minutos de gritos, pareció calmarse. El tono de su voz disminuyó, pero seguía escupiendo el mismo veneno. Decidí tratar de arreglar las cosas y abrí. Intenté explicarle que no valía la pena discutir, que una mujer no podía interponerse entre dos buenos amigos como nosotros, pero no sirvió de nada. Metió la mano en su chaqueta. Yo no entendía qué buscaba en ella y no podía creerlo cuando vi aquel artilugio metálico que relucía con la ténue luz de mi apartamento. ¿De donde había sacado Rodrigo un arma? Seguramente la compró sólo para quitarme de en medio. Instintivamente reaccioné. Salté sobre él y forcejeamos hasta que un trueno nos sumió en un silencio mortecino. El arma se había disparado y Rodrigo había muerto. Sentí alegría por seguir con vida, pero al ver la cara desencajada de mi amigo de la infancia, que yacía inerte sobre mi moqueta, me sentí mal.

Nunca pensé en los sentimientos de mi mejor amigo, pero estaba cegado por los míos propios. Quería a Elisa más que a nada. La amaba. ¿La amaba? Ya no estoy tan seguro. Cuando el rosa del amor se torna rojo sangre, no se trata de otra cosa que obsesión. No estaba enamorado de ella. Solo quería lo que no podía tener. Y debería haber pensado en esto antes de arruinar tres vidas estúpidamente. La mía, la de Rodrigo y la de Elisa. Porque he dicho lo que le hice a Rodrigo, pero no lo que le hice a ella. Me odio más si cabe por este fatal hecho que por lo del pobre Rodrigo que en paz descanse.

Curiosidad

«En la mayoría de los casos la ignorancia es algo superable. No sabemos porque no queremos saber.»
Aldous Huxley

CURIOSIDAD

Aquella era una noche horrible. Era detestable. Vamos, como cualquier otra noche. Maddie paseaba por uno de los barrios más elegantes de la ciudad, una de esas urbanizaciones para ricos. A simple vista no parece que eso sea algo por lo que estar de mal humor, pero es que Maddie no vivía allí. Ni tan siquiera estaba de visita. Simplemente había ido por negocios. Era prostituta. Y aquella noche había recibido la llamada de un cliente nuevo, un ricachón al que alguno de sus amigotes la había recomendado. No es que fuese un mal trabajo, se había tirado a tipos más asquerosos y en sitios bastante menos agradables, pero aquel tío era un cerdo. Después de follar la había echado sin siquiera darle tiempo a vestirse, y en la puerta de su casa le había tirado el fajo de billetes a la cara. Una cosa era que fuera una puta y otra  que la trataran como tal. Por eso estaba de mal humor.

Aquella noche, para acabar de rematar, parecía como si las temperaturas hubiesen descendido de golpe y, claro estaba, ella no vestía precisamente como un esquimal. De modo que aceleró el paso. Mientras miraba en ambas direcciones de la calle para tratar de encontrar un taxi, comenzó a recordar cómo empezó ella en aquel negocio. No lo había elegido voluntariamente, claro. Comenzó como algo para poder pagarse los estudios, pero luego dejó la universidad y siguió en el mundo de la prostitución. Figúrate, en algún momento había querido ser abogada. Se rió en silencio. Se vio en un tribunal jodiendo a los culpables. Ahora no solo jodía a los culpables, sino también a los inocentes y a todo aquel que pagara lo que valía.

De una de las mansiones por las que pasaba, salió una mujer que le llamó la atención. Vestía de forma elegante, como si fuese a la opera, con sombrero incluido. Y sobre sus hombros una piel de animal muerto que parecía calentar bastante más que su chaqueta vaquera que le llegaba por encima del ombligo. Era una mujer joven, calculó que aproximadamente de su edad. En realidad tenían bastante parecido, claramente disimulado por aquella máscara de maquillaje fino. Movida por la curiosidad, decidió seguirla. Pensaba que en algún momento cogería un taxi, pero no lo hizo. Siguió caminando. De pronto se encontró en un barrio que Maddie conocía muy bien, el Boulevard. Un sitio lleno de gentuza, entre la que ella se contaba como uno de sus miembros más acérrimos.

La “ricachona”, para sorpresa de Maddie, no se conformó con ir sola de noche por uno de los barrios más peligrosos, no solos de la ciudad, sino del sur de California, además tuvo que adentrarse en un callejón inmundamente oscuro. Maddie, por supuesto, la siguió, ignorando aquel dicho popular: La curiosidad mató al gato. Ella tampoco era un gato después de todo, en todo caso una zorra.

Asomó la cara tras la esquina, y vio que la mujer se paraba frente a un mendigo de ropas harapientas. El indigente la observaba con mirada desconcertada, muy agarrado a su botella y bajo una manta de periódicos tan o más sucios que él mismo. La curiosidad se hacía cada vez más grande en Maddie, como un globo que no tardaría en estallar. Y estalló. Se quedó atónita ante lo que sus ojos presenciaron. La tipa del abrigo de pieles había sacado un cuchillo y acababa de degollar al mendigo. Los periódicos se mancharon con su sangre y la botella rodó por el suelo hasta el otro extremo del callejón. Maddie se tapó la boca para no gritar. Logró contenerse, aunque no era su especialidad; Estaba demasiado acostumbrada a gritar en la cama, siempre fingiendo claro.

Pero la asesina del collar de perlas no se contentó con eso. Se agachó cuidadosamente, para no mancharse, junto al muerto, le abrió la estropeada camisa que antaño fue blanca con un tirón y le practicó una incisión en la cavidad pectoral. Era horrible, pues en pocos segundos, en la mano enguantada de la mujer latía uno de los órganos del difunto. Su corazón. Maddie contuvo una arcada. La mujer, sacó de su bolso un recipiente de plástico y guardó el órgano extirpado en él, y a su vez, éste de nuevo en el bolso. Tiró el cuchillo y los guantes  y se dirigió de nuevo a la calle principal, hacia Maddie.

Maddie se colocó frente al mostrador de una tienda simulando no haber visto nada, pero notó como la mirada de la mujer se clavaba en su nuca al pasar junto a ella. ¿Era desdén? Una asesina que la miraba con aire de superioridad. Habría sido gracioso en otras circunstancias.

La curiosidad seguía flotando dentro de ella mientras observaba a la mujer marcharse por dónde había venido, pero decidió dejarlo estar. Porque Maddie, podría ser una puta y una cotilla, pero no estúpida, pero sobretodo porque no quería llegar a tener que cambiar ningún otro refrán popular. Se quedaba con el de: Más vale corazón en mano que cien mendigos.

«Miedo»

«El miedo es un sufrimiento que produce la espera de un mal.»
Aristóteles

Miedo

No estaba dormida. Se encontraba estirada en la cama, inmóvil, mirando como sus pies sobresalían al otro extremo de la cama de debajo de las sabanas.  Extendió el brazo hacia el otro lado de colchón. Estaba frío. Vacío. Junto a su cabeza, en la mesita, el despertador dejó escapar un tímido “bip-bip” como si temiera molestar. Volvió su mirada hacia la pantalla y vio aquellos números rojos en el marcador digital: 7:00. No quería levantarse, pero tampoco estaba cansada. Sentía en el estómago una extraña sensación de desasosiego, como si mariposas revolotearan en su interior de forma inquieta. Respiró profundamente y se incorporó. Se quedó sentada al borde del colchón, mirando sus pies reposar sobre el parquet. Separó y juntó los dedos varias veces, después los cubrió con las zapatillas de color crema y se levantó.

Bañó su cara abundantemente con agua y se quedó de pie frente al lavabo, observando, pero sin mirar, el rostro que se reflejaba en el  espejo. No estaba segura de quien era. Dejó que las gotas resbalaran tranquilamente por su piel, era una sensación agradable, pero pronto se desvaneció a través de sus poros. No tenía que ir a trabajar, pero lo hubiera preferido. No era de esas personas que necesitaran la rutina, pero aquel repentino cambio en mitad de la semana, aunque anunciando no era bien recibido. Se preguntó si todos los cambios era siempre a peor. El suyo sí. Volvió la sensación de las mariposas, pero de forma más intensa. Corrió hacia el inodoro ante la sensación de nausea, pero no llegó a vomitar. Respiró profundamente hasta que la sensación se marchó. Todo el mundo solía hablar de ella como una mujer valiente, pero en aquellos momentos sentía que todos estaba tremendamente equivocados. Se miró la mano. Le temblaba. Ascendió con la vista hacia su muñeca, su brazo, su hombro, su seno. Desabrochó el sujetador desde su espalda y el pecho quedó al descubierto. Se situó frente al espejo y miró de nuevo a aquella persona. No la conocía. No conocía su cuerpo. Lo lamentaba. Se acarició el seno derecho, palpando con tres dedos la superficie. Allí estaba. Aquella intrusión en su cuerpo desconocido. Odiaba aquel pequeño bulto oculto bajo la piel tanto como le temía. Cáncer de mama. Así lo había llamado la doctora. No, posible cáncer de mama. No estaba todo perdido. Quizás no era nada. Un pequeño quiste, una acumulación de grasa. Puede que fuera benigno o se pudiera extirpar sin problemas. Por más que se lo repetía no se lo llegaba a creer. No había manera de tranquilizarse.

Se llevó las manos a la cabeza y agitó su pelo castaño de un lado a otro. Si hacía quimioterapia se le caería el pelo. Vuelve a crecer. Se lo recogió desde atrás formando un moño en su puño, para poder comprobar su aspecto con la melena corta. Si en aquel momento no se reconocía en el espejo, ¿cómo se sentiría al día siguiente? ¿Cómo se sentiría después de que le dieran la mala noticia? Dejó caer los cabellos que volvieron a su posición original. Se vistió sin prisa, aunque ansiaba de manera desmesurada que el tiempo pasara más rápidamente, pero no se dejó embargar por aquella sensación. Se decidió a convertirse en aquella persona de la que hablaban los demás. Aquella persona idealizada, irreal, que tal vez no existía de forma natural pero de la que ahora iba a tomar sus mejores cualidades. El miedo no se fue a pesar de ello. Pero quizás la valentía no estaba en no tener miedo, sino en seguir adelante a pesar de él.

Emigrante

Otro micro relato. A veces no hace falta utilizar muchas palabras para hacer llegar un sentimiento a los demás.
«Aprendí que no se puede dar marcha atrás, que la esencia de la vida es ir hacia adelante. La vida, en realidad, es una calle de sentido único.»
Agatha Christie.


El tren se mecía suavemente mientras producía un rítmico y anestésico sonido, pero no tenía ningún efecto sobre él. Observaba, con la vista fija mas allá de su ventanilla, un paisaje que huía de su mirada, dejándose contemplar fugazmente, como si supiera que se trataba de una despedida. Sintió pena en lo más profundo de su alma, pues junto a aquellas tierras que cada vez quedaban más atrás, dejaba una parte de sí mismo, toda una vida, y el hecho de comenzar una nueva, al menos en aquellos momentos, no lograba consolarle en absoluto.

Los motivos de su marcha eran claros, la supervivencia de él y de su familia. Se consolaban unos a otros con una promesa incierta de una vida mejor,  triste esperanza del que nada tiene.

El paisaje se volvió de pronto anodino, abstracto ante sus ojos. Su tierra había quedado atrás, más lejana a cada momento, salvo el pequeño trocito que albergaba en su memoria y en su corazón. Se acercaba hacia su destino, hacia el lugar que tenía que llamar falsamente, de ahora en adelante, hogar.

Los desheredados

«No hay mayor dolor que recordar los tiempos felices desde la miseria.»
Dante Alighieri.

 

La lluvia golpeaba el techo con rabia. El viejo techo de Uralita que los protegía de la cruel intemperie de allá afuera. Se apretujaron unos contra otros, cubiertos únicamente por una raída manta llena de suciedad que apenas sí protegía del frío y la humedad. Miró a sus hermanos con aquellas pequeñas caritas llenas de barro que, así mismo le devolvían unas tristes miradas con aquellos grandes ojos marrones. Él sabía lo que pasaba por sus cabecitas, “¿Cuánto más aguantaremos así?” o “¿Qué nos matará, el frío o el hambre?”. No. Tal vez no pensaran esas cosas, tan solo él. O al menos así lo esperaba. Rezaba al cielo pidiendo que fueran niños un día más, aunque ese día fuera el último. De esta forma quizás no encontrarían una muerte tan violenta como la que tendría un adulto que sabe que el final es próximo. Sería como dormirse un día y no volver a despertarse.

Las vigas de madera de la vieja nave crujieron azotadas por el viento. Tal vez nos matase una pared al desplomarse sobre nosotros, pensó. Era demasiado pedir. Los desheredados como ellos tan solo tenían una cosa, una lenta agonía, y ellos no eran una excepción.

Un trueno lejano le sacó de su ensimismamiento. La tormenta no amainaba, sino por el contrario se sentía cada vez más próxima. Sus tripas rugieron como en respuesta a los truenos, a esa llamada primigenia de la naturaleza. Miró a sus hermanos. Habían caído en un profundo sueño. Sus pesquisas eran ciertas, seguían siendo niños, seguían siendo inocentes. ¿Quién sino un niño puede ignorar los sonoros pasos de la muerte acercándose? Respiró aliviado. Una centella le iluminó el rostro y no pudo evitar pensar que esa sería la última luz que verían sus ojos. Le resultó indiferente. No le dio ninguna pena, en realidad no sintió nada. ¿Qué debía sentir por un mundo que les había tratado de forma tan cruel? Una cierta forma de alivio tal vez. Una paz sosegada y autocomplaciente.

 No había amanecido aún cuando ya sus pobres almas habían abandonados su tristes sacos de huesos y pellejos. La tormenta por fin amainó y la vieja nave abandonada permaneció en pie, convirtiéndose en mausoleo de la miseria.

«La pérdida»

Nuevo Relato a la Carta, sirviéndome de las indicaciones dadas por Aida: «Primero; hundimiento, catastrofe, desesperación Segundo; superación, trabajo interno, reflexión encontrar el equilibrio emocional. Personaje; mujer entrando en la madurez!!!»  

Espero cumplir ligeramente las expectativas y que lleguen nuevas aportaciones. 

«La cometa se eleva más alto en contra del viento, no a su favor.»
Winston Churchill

La pérdida

Apenas recordaba lo ocurrido. Se sentía como si acabara de despertar de una pesadilla, rodeada de figuras fantasmales que giraban en torno a ella en una danza de sombras y luces del todo ajena  a ella. Se encontraba mareada y tenía un intenso calambre en la pierna. ¿Qué estaba ocurriendo? Recordaba como la habían sacado en volandas y transportado a otro vehículo; por el sonido supo que se trataba de una ambulancia. No recordaba el accidente, pero sí el último segundo, la última imagen antes de que todo se volviera negro o turbio. Los faros de un coche cegándola.

Cuando la sacaron de la ambulancia se acrecentó la agitación a su alrededor. Un gentío se apiñó en torno a su camilla que recorría a toda velocidad los pasillos. Lo único que podía mantener centrada su vista, conteniendo unas lágrimas traidoras, eran las luces del techo que pasaban una tras otra, como si corrieran en dirección contraria hacia dónde ella se dirigía. El dolor de la pierna se acrecentaba por momentos. En ese instante se le cortó la respiración, aunque no recordaba haber estado respirando antes, e intentó por todos los medios incorporarse, luchando contra manos que la mantenían a la fuerza en posición horizontal. Le decían algo, pero de sus bocas solo emanaban galimatías sin sentido. “¿Qué está ocurriendo?” quiso preguntar, pero no podía hablar. Habían cubierto su boca con algún tipo de máscara de goma, la cual lanzaba aire contra sus pulmones obligándolos a hincharse de nuevo. Cuando la camilla se detuvo por fin una luz blanca muy intensa la cegó y una figura humana de color blancuzco, sin rostro, tan solo ojos, se inclinó sobre ella y le dijo algo con tono angelical. No pudo entenderlo, pero su tono la tranquilizó. Luego se volvió hacia otra persona en la sala, a la que ella no podía ver, y acto seguido todo volvió a la negrura anterior.

Al despertar estaba envuelta en sábanas ásperas, en una habitación pulcra y limpia pero desconocida. A pesar de que acababa de abrir los ojos se encontraba cansada y tenía la garganta seca. Al pensar en la imagen de los faros sobre ella volvió el dolor sobre su pierna derecha. Un dolor lacerante como el que se siente al cortarse en un dedo con un cuchillo de cocina, pero cien mil veces más intenso. Intentó incorporarse. Buscó el botón y la cama comenzó su ascenso lento hasta que se encontró semi-incorporada. Fue ese el instante en que todo se volvió real, tangible. Al extender su mano sobre las sábanas en busca de su pierna dolorida no encontró nada. Aguantó la respiración. Durante unos segundos que parecieron eternos tuvo miedo de moverse, tenía miedo de confirmar que era real. Quería apartar la sábana y descubrir cuan equivocada estaba, pero tenía miedo. ¿Y si no estaba allí? Podía sentirla, sentía el dolor, el roce áspero de la vasta tela en la punta de los dedos del pié. No era posible. No le habían cortado la pierna, debía de ser un error. Alguno de sus sentidos la engañaba. Sus ojos, ella apostaba por sus ojos. Le mostraban un espacio vacío, un llano yermo carente de volumen dónde debía estar su pierna derecha. Debía ser eso. Ella sentía su pierna.

Se echó a llorar.

Una eternidad había pasado desde aquel momento. Casi creería que le había pasado a otro si no fuera porque a la mitad de su muslo derecho comenzaba un abismo insalvable hasta el suelo. Y todo lo que conllevaba tal hecho. Sesiones de recuperación, terapia, visitas de amigos demostrando su desconsuelo y apoyo. No es que fuera desagradecida, pero el hecho de que sus allegados se apiadasen de ella no hacía más que alimentar esa ira interna que no paraba de crecer en su interior y que ocupaba una enorme vacío que ya se encontraba allí antes del accidente. Antes de su accidente. Cuando aún tenía una vida.

Una vida que odiaba profundamente. Hacía tres años que se había divorciado y su ex-marido se había apresurado a sustituirla por una chica más joven en cuanto salió por la puerta. Aunque eso la molestaba de alguna manera, lo llevaba bien. Pero ella siempre había sido una persona solitaria. Tenía amigos, claro, pero no especialmente íntimos, ninguno al que le pediría que le regara las plantas mientras estaba fuera de la ciudad. Tampoco había cultivado ninguna relación con compañeros de trabajo fuera de la oficina. No habían tenido hijos, aunque a ella le habría gustado ser madre cuando llegara el momento. Siempre había dedicado sus energías a favor de su matrimonio, por eso sentía que de alguna forma había fracasado. Pero se obligó a sí misma a continuar adelante, a pesar de no poder contar con nadie, con ningún hombro en el que apoyarse. Correría hacia la meta con la cabeza bien alta. Fue así como empezó a correr.

No estaba segura de cómo tomó la decisión de enfundarse en ropa deportiva y estridente y lanzarse a correr. Pero una vez que empezó no pudo parar. Al correr los problemas se quedaban atrás. Su mente se centraba en el presente, en su ritmo cardíaco, en su respiración, en cada zancada. Una maquinaria bien engrasada. Durante una hora al día, podía ser ella misma, sin presiones, sin miedo al qué dirán, sin repercusiones. Sus músculos en tensión, sus pulmones llenándose de aire para luego expulsarlo. Era la sensación de libertad más auténtica que podía encontrar.

Era eso lo que le habían arrebatado. Era eso lo que le había quitado el accidente. Le habían amputado la libertad. De esta forma no tenía armas contra la que afrontar la crisis. Volvía a encontrarse presa, en lugar de en un matrimonio sin amor, en su propio cuerpo. Necesitaba sentir el aire golpearle la cara al correr. Notar como sus músculos se tensaban y destensaban con gracilidad mecánica. Pero eso nunca volvería a ocurrir. O eso pensaba.

La idea de la prótesis no le resultó una sorpresa, pero desde un comienzo se había negado a aceptarlo como algo viable. Creía que no podía devolverle lo que había perdido, o al menos eso se repetía a sí misma. Lo cierto era que temía no superar una nueva decepción. Sus médicos le habían explicado las posibilidades de la pierna artificial, así como la posibilidad de que nunca se adaptara a ella o las posibles repercusiones físicas que podían deteriorar aún más la parte del miembro que aún le quedaba. Pero finalmente se decidió por intentarlo.

La extremidad estaba compuesta en su mayoría por titanio y látex. Al desembalarla y mostrársela, brillaba a la luz del sol que entraba en la habitación con un aire fantasmal, como si no perteneciera a este mundo. Algo así como las sandalias con alas del Dios Griego Hermes. Pero aún así se resistió a hacerse ilusiones. Se la pusieron con cuidado y la ayudaron a incorporarse. Se aferró a una barra de acero atornillada a la pared para sostenerse. Se sentía extraña. Con un peso anormal que tiraba de ella hacia el suelo. Intentó dar un paso pero perdió el equilibrio y no acabó en el suelo gracias a la barra de la pared. Los médicos no dejaban de repetirle que llevaba tiempo y práctica. Ella no podía esperar más. Necesitaba correr como el viento. Pero eso tal vez no ocurriera nunca. Caminar distaba mucho de correr. No, no podía esperar un segundo más. Soltó las manos de la barra que la mantenía estable y se dispuso a realizar su segundo intento. Alzó la pierna artificial y la posó en el suelo a unos centímetros hacia adelante. Luego, cambiando el peso de pierna, realizó el mismo movimiento con la pierna sana. Se tambaleó ligeramente pero consiguió mantenerse en pie. Repitió el ejercicio una vez más y se dejó caer exhausta contra la cama. El enfermero y el médico corrieron a ayudarla, pero cuando la sentaron en la cama se sorprendieron al verla sonreír por primera vez desde el accidente.

No había corrido. Apenas había andado. Pero durante una décima de segundo había vuelto a sentir la libertad.

Micro-relatos

Aquí dejo cuatro micro-relatos que escribí hace un tiempo. Como son cortitos me pareció mejor ponerlos todos juntos en una entrada. Me saltaré por esta vez lo de poner una cita en concordancia con el relato porque la cita casi sería mas larga que el relato en sí.

 

Sombras

Me tambaleo por pasillos de tenue luz. Sombras me golpean la cara. Busco algo que sé que no existe; Un sentido. Pero aún así lo busco. Mientras busco me mantengo alerta, fuera de su alcance. Pero las sombras siguen chocando contra mí, como olas contra un rompeolas. Mi voluntad es férrea, pero temo por mi integridad.

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La Dama de Negro

Se movía proyectando una estela negra a su paso. Sus movimientos delicados pero precisos, gráciles pero firmes. No dudaba. No temía. No anhelaba. Cumplía su cometido, nada más. En un hombro, peso que solo ella podía soportar, el destino del mundo. En el otro una cuchilla forjada para cortar sueños y propósitos. Máscara de nácar y cuencas de noche sin luna. Todos la conocemos. Todos la tememos. Es el cuarto jinete y tarde o temprano bailarás con ella.

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Raíces

Allí estoy, con la mirada perdida. Me envuelve un manto de tedio. Pero me siento demasiado cansado para desembarazarme de él. Empiezo a pensar como una planta, como un árbol. Pienso en echar raíces y no moverme si no es mecido por el viento; En ser bañado por los rayos del sol y sentir el frío del rocío recorriendo mis hojas, haciéndome estremecer pero sin estremecerme. Inerte. Inmóvil. Impasible. Pero solo es un sueño. Alguien me zarandea y vuelvo a ser de carne. Con suave piel en lugar de áspera corteza. Con roja sangre en lugar de savia. Con movilidad en lugar de quietud. Vuelvo al trabajo.

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Pesimista

En este momento terroríficas brumas me rodean. Quien puede si no intuir el peligro que se esconde ahí fuera, en las tinieblas, agazapado como un cruel depredador que solo piensa en su supervivencia, al margen del endeble código moral humano que nos asiste a día de hoy. Pero aquí, en el insalubre desconcierto y la persistente ignorancia tampoco estoy a salvo. Pues el no saber, no es escudo que refute los males del mundo moderno. No existe un dios a quien suplicar, pero suplicamos. No existe un demonio al que temer, pero tememos. Quien sujeta la cuerda cual verdugo que oculta su nombre y rostro bajo la capucha no es otro que yo mismo. Mientras me niego a saber, me niego a sobrevivir. El miedo a lo desconocido no es mayor que el miedo a lo que conocemos. ¿Llegará el día en que nos levantemos horrorizados a ver la muerte que hemos levantado a nuestro alrededor? ¿Llegará el día en que nos arrepintamos de lo que hemos hecho? Yo lo hago hoy. Y me doy cuenta de que no estoy ciego, solamente soy insignificante.

Acechado

«Lo que se obtiene con violencia, solamente se puede mantener con violencia.»
Mahatma Gandhi.

 

Acechado

La oscuridad se cernía a su alrededor como si una venda cubriera sus ojos. El calor era sofocante y el sudor mezclado con la suciedad de su rostro le surcaba la frente. Se hallaba acurrucado bajo unos matorrales, apretando contra su pecho su M-16 como si fuese su amante. Trataba de respirar lenta y silenciosamente para no descubrir su posición, pero los nervios le traicionaban. En el año que Jack llevaba en Vietnam había visto cosas espantosas. Cosas que creía no poder olvidar jamás y era lo único que deseaba. Pero no era nada comparado con lo que sucedió aquella noche. Todo
su batallón aniquilado en cuestión de minutos. El aire portaba el olor de la pólvora quemada entremezclado con el dulzón aroma de la sangre. Pero lo peor de todo es que sabía que aún seguían ahí, acechándole como perros de presa.
El ruido de algunas ramas al moverse sobresaltó a Jack. Sus ojos se movían nerviosamente escrutando el entorno. Sus dedos se agitaron en torno al gatillo de su arma. Tenía ganas de gritar, de salir corriendo mientras disparaba a la oscuridad, pero sabía que no lo conseguiría. Su mente volvió al momento del ataque en busca de respuestas.
Jack y sus compañeros se encontraban en medio de un claro en la jungla. Era la primera noche en tres días que no llovía, y el sargento Korran les hizo detenerse para pasar la noche. Jhons y Clayborn harían la primera guardia. Todos estaban tranquilos, porque hacía una semana que no topaban con Charlie. Jack se quitó la mochila y se dejó caer sobre ella a modo de almohada. Se colocó el casco sobre la cara y se preparó para dormir, dejando siempre cerca su arma. Sin ella se sentía desnudo, sabía que era lo único que le separaba de la muerte.
No sabía cuanto tiempo pasó desde que cerró los ojos hasta que un rugido espantoso seguido de un grito de dolor le despertó. Las armas de sus compañeros comenzaron a aullar iluminando el claro. Jack no sabía contra quién disparaban, ni siquiera en qué dirección. Aquello parecía un caos total. El sargento daba órdenes inaudibles e ininteligibles para todos ellos. Cuando Jack se volvía tan sólo un segundo, uno de sus compañeros era engullido por la selva, desapareciendo. Fueran quienes fuesen era nos expertos en camuflaje y lucha cuerpo a cuerpo, pues no había visto ni un sólo fogonazo que no proviniera de alguno de sus compañeros. No tardó en percatarse que se encontraba solo en el claro, y el ruido de fuego había cesado. Una sombra cruzó tras él tan rápido que no pudo verlo. Jack se volvió y dejó ir una ráfaga. Estaba sólo. No había esperanza. Era el momento de una retirada estratégica. Apretó el arma contra su
pecho y saltó hacia la maleza. Corrió unos metros con todas sus fuerzas, entonces se arrojó al suelo y redó hasta quedar oculto.
Había alguien cerca. Los ojos de Jack se abrieron como platos. Una figura envuelta entre sombras se hallaba a unos pasos de él. Se detuvo con la cabeza inclinada hacia arriba, como si olfatease el aire. De pronto dejó escapar un gruñido más animal que humano. Jack miró el arma que seguía firmemente apretad contra él, y pensó: “Si tengo que
morir me llevaré a cuantos cerdos pueda por delante.” Se armó de coraje y saltó hacia su enemigo empuñado el M-16. Llenó a aquel tipo de plomo, aún cuando calló al suelo y dejó de moverse. Después Jack se puso en guardia y giró ciento ochenta grados por su había alguien más. Pero no pasó nada. La jungla volvía a cubrirse de silencio. El maldito silencio de cementerio, pues era eso en lo que se había convertido aquel lugar. Jack sacó una bengala de su chaleco y la prendió. De pronto quedó iluminado por aquella luz rojiza. Se inclinó junto al cadáver de su enemigo para verle la cara. Se sobresaltó. Aquel tipo tenía el rostro deforme, casi inhumano. Y bajo su labio superior salían unos colmillos aterradoramente afilados, sobretodo teniendo en cuenta que tenía la boca rodeada de lo que parecía sangre, aunque no tenía ninguna herida en esa zona. Un ruido a su espalda hizo que se girara rápidamente con el dedo en el gatillo, pero no llegó a disparar.

– ¡Sargento!- Dijo Jack sorprendido.

El sargento parecía herido, chorreaba sangre de su cuello y se movía tambaleándose. Jack corrió a ayudar a su superior, pero algo le hizo dudar. Algo en los ojos del sargento le dio miedo. Parecía que brillaban en la oscuridad como los de un gato. Alzó de nuevo el arma.

– ¡Sargento no se mueva!- Gritó.- ¿¡Qué cojones está pasando aquí!?

El sargento no se detuvo. Jack apretó los dientes con fuerza y se dispuso a presionar el gatillo, pero no pudo hacerlo. Algo acababa de impedírselo. Unos brazos con una fuerza sobrehumana acababan de apresarlo y notó una respiración junto a su nuca. Por el rabillo del ojo pudo ver que se trataba del hombre al que acababa de matar. No
tardó mucho en hundir sus afilados colmillos en su cuello. Era una sensación extraña, entre excitante y dolorosa. Podía imaginarse como sus venas se contraían cada vez más al verse privadas de sus tan preciados fluidos. De algún modo, entre la conciencia y la inconsciencia, Jack supo que cuando despertara de aquel sopor su vida habría
cambiado para siempre. Si es que se le podía llamar a aquello vida.

«Genocidio»

Primer relato a la carta de esta nueva etapa, empleando la frase que nos proporcionó Bato:  «Un arma peculiar, es una lastima….”. Podéis seguir haciendo vuestras aportaciones en la página de Relatos a la Carta.
«Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas,
de pronto, cambiaron todas las preguntas.»
Mario Benedetti.

GENOCIDIO

 

Me detuve un momento para recobrar el aliento. La marcha continuaba a un ritmo constante, casi marcial a pesar de que no fuéramos soldados. Cuando la compañera de delante, a la cual seguía, se alejó unos pasos, procedí a reanudar la marcha, o me exponía a que la que me seguía a mi tropezara conmigo y se generara una reacción en cadena a lo largo de la larga caravana. Una vez recuperado mi puesto alcé la vista hacia el Sol, para descubrir que tan solo habían pasado unas pocas horas desde nuestra partida. Por un momento había llegado a pensar que habían transcurrido semana o hasta meses. No podía estar más equivocada. El astro Rey apenas había dado unos pasos sobre su manto azul celeste y mucho menos se había ocultado en algún momento. El caso es que me encontraba agotada, tal vez por la edad. Recuerdo que cuando era joven ansiaba que llegaran aquellas expediciones, aventuras y emociones que esperaban a la vuelta de la esquina. Pero ahora era algo rutinario, una obligación con la que todas debíamos cumplir para salvaguardar la colonia.

La extensa caravana desaparecía detrás de un montículo, y siguiéndola comencé a trepar por aquella escarpada ladera. El terreno, aunque pedregoso y con tramos de arenisca, no frenaba en absoluto el avance. Todas sabíamos lo importante de la expedición. Una expedición en busca de alimento para poder sobrellevar el invierno dentro de nuestra comunidad, el cual se presentaba duro y largo, según las actuales caídas de las temperaturas. Sí teníamos suerte volveríamos con comida suficiente, tal vez trigo, cebada o algún otro cereal consistente para almacenar. Si no la teníamos… No quiero pensar en ello. He oído historias terribles de nuestras ancianas, que hablan de épocas de penurias, de muerte y de hambre. No, no tengo que pensar en eso, tenemos que ser optimistas y concentrarnos en nuestro objetivo.

Al llegar a la cima del montículo me quedé asombrada ante la magnífica vista de todo el valle. Praderas verdes y frondosas en todas direcciones. Los tallos verdes de hierba se mecían con la ligera brisa de la tarde. Era espléndido. De repente todos los oscuros pensamientos se alejaron de mí, desechándolos a un oscuro rincón de mi mente. Tanta belleza no podía augurar nada malo. O eso pensaba. Pero me engañaba a mí misma.

Fue entonces cuando se desató la locura. Recuerdo quedarme paralizada ante aquel extraño objeto. Era un gigantesco aro brillante que flotaba en el aire como por arte de magia. Trazó varios círculos sobre al valle hasta detenerse sobre la cabeza de la columna. Miré a mis compañeras pero ninguna le prestaba la menor atención al objeto. Dudé por un instante de que fuera real, tal vez fruto de mi vívida imaginación, pero no era así. Del centro del gigantesco anillo comenzó a brotar un haz, una luz tan intensa y cegadora como nunca había visto en mi vida. Grité alarmada, intentando advertir a las demás, pero no me hicieron caso. Algunas se limitaron a murmurar malhumoradas por romper el ritmo, otras simplemente me ignoraron pasando por mi lado y dejándome atrás.

El haz, cada vez mas intenso, fue a caer sobre la vanguardia de la caravana y una de mis hermanas fue alcanzada. Se detuvo en seco, como si estuviera paralizada y segundos después estalló en llamas, retorciéndose de dolor, en una agonía espantosa. Por fin la caravana se detuvo, pero no reaccionaron como yo esperaba. No huyeron en desbandada, como debieron haber hecho. Se quedaron petrificadas por el miedo. Ni siquiera quien estaba más cerca del cadáver osó de alguna manera echar a correr. Grité, grité con todas mis fuerzas, pero no sirvió de nada. El pánico había hecho mella en ellas. El aro voló en dirección a la siguiente de la cola con el mismo resultado. El intenso haz la carbonizó en cuestión de segundos.

En ese momento no lo pensé. ¿Cómo podía pensar en nada? Pero ahora me vienen a la mente cuentos que las viejas cuentan a las niñas. Historias de miedo, sobre seres terribles, de dimensiones colosales como las montañas mismas y que apenas podemos percatarnos que están ahí porque se mueven tan lentamente que apenas podemos percibirlo, pero que de una sola zancada pueden recorrer la misma distancia que una de nosotras en dos vidas enteras. Nunca me creí esas historias, me parecían tan ridículas. Pero al ver lo que estaba ocurriendo no podía negarlo. Hay muchas cosas ahí fuera que desconozco por completo.

Si se trataba de los Seres-montaña, ¿por qué nos hacían esto? ¿Qué les habíamos hecho para merecer tan atroz castigo? Si para unos seres tan poderosos deberíamos parecer insignificantes, merecedores de misericordia y no del odio que demostraban. Me fijé con atención en el aro, porque al igual que mis hermanas yo tampoco podía moverme, y noté que no estaba suspendido en el aire en sí mismo, estaba conectado a algo mucho más grande, tanto que se perdía en la lejanía del horizonte. Debía ser una de las articulaciones de uno de esos Seres-montaña. No se podía distinguir bien su forma, para mi no era más que una figura abstracta que se perdía en e infinito mientras mi hermanas eran masacradas y convertidas en brasas. Aquel objeto anular me tenía embelesada, como si ejerciera alguna especie de efecto hipnótico sobre mí. Es sin duda un arma peculiar, una lástima que sea utilizada con tan depravadas intenciones.

Contuve el aliento. El aro había barrido el valle y había acabado con la mayor parte de la caravana, pero lo que me asustó era que se dirigía hacia mí. A mi alrededor mis hermanas continuaban paralizadas, temblando como hojas y con los ojos fijos en el objeto circular. Entonces, en contra del instinto de permanecer junto a las demás, desechando por completo todo lo que me habían enseñado durante toda mi vida, hui. Corrí con todas mis fuerzas sin mirar atrás. Corrí a lo largo de la larga fila, pasando junto a todas las demás. Ninguna se volvió para mirarme, observaban con fijación el halo, el brillante halo de la muerte. Sentía la necesidad de volverme y echar un último vistazo, observarlo por última vez. Sentía como me llamaba, como tiraba de mi alma hacia él, hacia su brillante luz más intensa que la del Sol. Pero me contuve. Hice acopio de todas mis fuerzas para no girarme.

Cuando me quise dar cuenta, estaba completamente sola. Tuve que detenerme para poder orientarme. Sin las demás para guiarme apenas podía reconocer el camino. Tuve que caminar un rato en zigzag hasta encontrar el camino de vuelta. Lo hice a paso ligero y cuando vi la estructura en forma de torre construida con arena roja que llamaba hogar, aceleré el paso cuanto pude.

Al entrar en la colonia me crucé con obreras que reforzaban uno de los túneles del ala este. Todas se me quedaban observando atónitas al verme regresar sola y sin la tan ansiada comida que había promovido toda la expedición. Atravesé varias secciones hasta entrar en la amplia galería donde la Reina se preparaba para su gran comilona. Ésta y todo su séquito se me quedó observando con ojos como platos. Me detuve un momento un poco aturdida por el cansancio y por el olor dulzón que despedía la comida que la Reina estaba a punto de degustar. Tardé unos segundos en recobrar el aliento mientras los demás me hostigaban a preguntas. Me apresuré tanto como pude en explicar lo ocurrido. La sala fue invadida por un silencio sepulcral hasta que hube terminado mi terrorífico relato.

Al terminar, la Reina hizo un gesto a su séquito para que se retirara y yo estaba a punto de hacer lo mismo cuando me pidió que me quedara. Entonces me dijo la verdad. Me dijo que nuestra colonia era un grano de arena minúsculo en una playa que no tenía fin. Me dijo que éramos insignificantes a ojos de casi todas las criaturas que habitaban más allá de la colonia. Yo me negaba a creerlo. Me dijo que a pesar de ello debíamos cumplir con nuestro deber, y con una palmadita en la espalda me mandó de nuevo al trabajo.

Me reasignaron al departamento de túneles. Supe entonces que mis expediciones se habían terminado para siempre. Ninguno de mis superiores me dio ninguna otra explicación y me prohibieron hablar de lo que había visto. Pero lo entendía. Había salvado la vida, pero había faltado a mi deber. Todas mis hermanas mantuvieron la formación hasta el final, a pesar del miedo. Eran remplazables. Todas lo somos. Ahora lo entiendo de verdad. Así de insignificante es la vida de una hormiga. Así de insignificantes lo somos todas nosotras.

 

Visitantes del Espacio Exterior

“Un viajero no ve nada a fondo: su mirada resbala sobre los objetos sin penetrarlos.”

Honoré de Balzac

 

Asomó lentamente la cabeza por encima de la roca y se apresuró a ocultarse de nuevo. Era la cosa más horrible que había visto en la vida. Pensó en huir, en volver a casa y ocultarse bajo la cama, pero algo en su interior le impulsaba a mirar de nuevo. Volvió a asomarse con cautela. Todos los músculos de su cuerpo estaban en tensión, preparados para reaccionar y escapar lo más lejos posible. El objeto era grande como una casa, pero no había estado allí siempre.
Había caído del cielo, levantando una ligera nube de polvo rojizo. La construcción parecía solida y no podía imaginarse como había topado con el suelo sin hacerse añicos, o al menos rebotar de nuevo hacia el cielo, que habría sido lo más normal. Entonces un sonido parecido un siseo le sobresaltó, pero no se movió. La estructura se abrió, recortando una silueta con su tenue luz interior. La silueta saltó hacia el exterior, hasta posarse en la arena que componía la
explanada. Era un ser vivo, sin duda, pero no se parecía a nada que hubiera visto antes. Tenía cuatro extremidades que se agitaban independientemente, unidas a un tronco largo, coronado por una especie de esfera brillante. Sabía que aquello que veía era tan solo algún tipo de traje, y que su verdadera forma podía ser distinta, pero aún así era inequívoco que no era uno de los suyos. ¿Vendría del espacio? Había escuchado historias de platillos volantes durante toda su
vida, pero jamás las había tomado como ciertas. Siempre había pensado que eran majaderías. Y ahora tenía la prueba ante sí.

El ser se agachó y recogió una roca oscura del suelo, y la alzó hasta la esfera como si la observara con especial interés. A él no le pareció nada fuera de lo común, tan solo una roca como las otras miles que había por la zona. Pero al ser le parecía fascinantes, pues agitó con especial fuerza uno de sus tentáculos y emitió un sonido extraño, casi metálico. Otro ser no tardó en salir de la estructura corrió hacia el primero. Al verlo correr en pos de su compañero, pudo comprobar lo torpes que eran sus movimientos. En algunos momentos parecía que flotarían, pero luego volvían a tocar el suelo, levantando una cortina de polvo. El segundo parecía tan fascinado por la roca como el primero. Cuando hubieron examinado el mineral, uno de ellos lo introdujo en su cuerpo a través de una abertura en el traje. Le sorprendió
ver como engullían la roca, pero le alivió pensar que ese podría ser su sustento. El segundo, que portaba algo a la espalda, agitó una de sus extremidades y cogió el aparato. Era un palo alargado y blanco, y en el extremo había una especie de lona con un tipo de dibujo lleno de colores. Clavó el instrumento en el suelo y los dos seres se miraron, si es que acaso tenían ojos. Parecían satisfechos mientras observaban el objeto. Entonces uno de ellos gritó. Estaba
mirando hacia donde él se encontraba oculto. Uno de los tentáculos señaló hacia él y los seres comenzaron a moverse.

Se tiró detrás de la roca. Sentía un miedo atroz. Sabía que era más rápido que los seres, pero siempre podría estar equivocado. Quizás se movían así para que las presas se confiaran. Sentía como los pesados pasos se acercaban a él. Tomó la decisión de huir. Tomó aliento e hinchó su bolsa gástrica. Cuando notó como el helio comenzó a llenar sus pulmones, agitó la aleta dorsal y comenzó a flotar a gran velocidad, alejándose del lugar. Elevó el ojo por encima de su cabeza para ver si los seres le venían a la zaga, pero habían desaparecido. No parecían capaces de seguirle. Comenzó a tranquilizarse, y si piel volvió a calentarse por encima de los cincuenta y dos grados, recobrando su color malva habitual. Aún así no se detuvo, continuó flotando. Giró una roca y se filtró por un pequeño agujero en el suelo. Tuvo que reducir el tamaño de su bolsa gástrica para poder pasar por él, y perdió así velocidad. Tras varios pasadizos que se adentraban más y más en el fondo de la tierra, llegó a una vasta abertura en la roca. Allí se alzaba una ciudad de altos edificios y fluorescentes luces que surgían de su interior. Se paró frente a la puerta de una construcción baja y expulsó el helio. Posó sus tentáculos en el suelo y se deslizó hacia el interior. El bar estaba concurrido, pero encontró un taburete libre. Se enroscó a él y apoyó cómodamente una aleta sobre la barra. El camarero se arrastró hasta él saludándole con un movimiento de su ojo.

-¿Te pongo lo de siempre Gxl?- Dijo el camarero mientras con un tentáculo cogía un vaso del otro lado de la barra.

– Gracias Rrl, pero hoy necesito algo más fuerte.

– ¿Qué es lo que te ha pasado?

Gxl pensó en contar a su amigo lo de las criaturas que había visto en el llano. Levantó el ojo y miró a su alrededor. Algunos ojos se habían alzado y estaban pendientes de él. Decidió no decir nada. Lo hubieran tomado por loco si hubiera hecho público su descubrimiento. Las historias de Terranos eran un simple pasatiempo, cosa de la globovisión.

– Ponme un hhkl y basta de preguntas.- Dijo y todos los ojos giraron en redondo y volvieron a prestar atención al partido fwqql que se retransmitía en la globovisión. El camarero le puso la copa con un rápido movimiento de tentáculo.

Gxl estiró la lengua y la introdujo en el recipiente, dejando que el alcohol se filtrase por los poros de su lengua. Y poco a poco se fue olvidando de aquellos misteriosos visitantes.

Warriors of PONG

Un amigo me dijo un día que había cosas que no se podían adaptar para hacer una película o un relato. Yo recogí ese guante y dije que podía escribir una historia basada en el clásico juego de Atari, Pong. Sí, sí, ese de los palitos y la pelotita cuadrada. Pues nada, que unos días mas tarde después de dar algunas vueltas a la mollera se me ocurrió algo tal que esto, e hice un montaje a modo de cartel ilustrando en lo que se podía convertir.

Más adelante el relato de este hijo bastardo de Tron y El juego de Ender.