Antoiño se despertó sobresaltado. Había vuelto a tener aquella pesadilla. Le costaba respirar y sentía la espalda empapada. Miró a su alrededor. Se encontraba en su habitación, en su cama. Comenzó a calmarse. La luz de la luna penetraba por una rendija entreabierta de la ventana. Se levantó y la abrió de par en par. El aire fresco de la noche invadió el interior. Los grillos se oían cantar en los campos cercanos. Observó la luna preguntándose si su padre también la estaría viendo en aquel momento. Hacía casi un año que se había marchado a Cuba a trabajar, mucho tiempo en la vida de un niño, y ya le costaba imaginarse su cara. Antoiño no entendía bien porqué su padre había tenido que irse tan lejos. Tan solo sabía que los adultos no hacían otra cosa que hablar de que la pobreza se había apoderado de Galicia. Los campos de cultivo ahora se veían abandonados, requeridos de nuevo por la madre naturaleza. Las casas en dejadez, casi en ruinas, y las calles desiertas.
Oyó como unos pasos se acercaban a su puerta. Cerró la ventana y corrió de nuevo a la cama, fingiendo estar dormido. Aún sin tener los ojos abiertos sabía que madre acababa de abrir la puerta lentamente y asomado la cabeza por ella para comprobar que seguía allí, a salvo. Y luego se quedaría unos minutos observándolo en silencio. Lo hacía cada noche incluso más de una vez. Pues aquel año, 1915 de nuestro Señor, no solo los adultos se encontraban en la miseria y sin trabajo, sino que aconteció también la maldición de los infantes, La peste alemana. Estas fiebres estaban sesgando la vida de un gran número de hijo e hijas gallegos, sin que se encontrara cura alguna mejor que pedir la salvación a San Roque. Antoiño, al menos hasta el momento, había esquivado la enfermedad, pero su madre se mantenía intranquila. Él a sus escasos doce años, ignorando la mayoría de los sucesos de su entorno, era muy consciente ya de que existía la muerte, de modo que se apuró en crecer tan deprisa como pudo.
A la mañana siguiente su madre lo despertó sobresaltándolo y abriendo las ventanas. El sol entró en tropel y por más que intentó evitar le golpeó en los ojos. Su madre le despojó de las sábanas y las colgó de la ventana, apremiándole a marchar hacia la escuela. Después de estar ya vestido y desayunado, con lo escaso que había, marchó camino a clase con paso acelerado. Entonces se dio cuenta de algo. Era el último día, llegaban las vacaciones de verano. Le entristeció. Su paso se volvió más lento. No es que le gustara especialmente dar clase, lo que le puso triste fue la idea de no volver a ver a su profesora, la señorita Catarina, hasta después del verano. Estaba secretamente enamorado de la señorita Catarina. Si hubiera tenido un amigo al que contárselo, no se lo habría dicho, porque pensaba que eso era algo que debía atesorar para sí mismo. Era la mujer más hermosa que había visto nunca. Era delgada, casi huesuda, y se movía como si siempre fuese danzando. Era risueña y tenía una delicada voz, que Antoiño creía que si alzaba demasiado se rompería toda ella. Siempre llevaba los cabellos castaños recogidos en un apretado moño en la nuca, que durante el día no dejaba de revisar para que no aflojara.
Las campanas de la iglesia le sacaron de su ensimismamiento. Un escalofrío le recorrió la coronilla y bajó por la espalda. Antes de saber el significado de aquellas campanadas, ni siquiera les había prestado atención. Ahora le torturaban. Aquellas campanas repicaban a diario para rogar por las almas de los niños enfermos por la peste. Como las familias eran tan pobres que no podían tratar ningún tratamiento, se contentaban con que el Señor Todopoderoso les acogiera en su seno. Echó a correr. Llegaba tarde.
Llamó a la puerta, esperó un “adelante” y entró apresurado disculpándose con la profesora. La clase era una habitación pequeña con unos ocho pupitres, la mesa tras la cual se sentaba la señorita Catarina y una pizarra verde que colgaba de la pared, con más borrones que un día de niebla.
– Ve a tu sitio Antoiño.- Dijo la señorita.
La obedeció enseguida. Hubiera hecho cualquier cosa que le hubiera pedido. Se sentó en uno de los pupitres de la primera fila. El resto se encontraban vacíos, pues Antoiño era el último niño en edad escolar que quedaba en el pueblo, pero no le importaba. De este modo podía estar todos los días a solas con su querida señorita.
– ¿Has hecho los ejercicios, Antoiño?- Este asintió sin mucho convencimiento y la profesora le lanzó una mirada suspicaz.- Pues dime quién escribió lo siguiente:
Galicia está probe
Pr’a Habana me vou.
¡Adiós, adiós prendas
Do me corazón!
Antoiño su puso a pensar durante un rato, pero acabó por tener que decir que no lo sabía. La señorita Catarina le lanzó una reprimenda bastante leve, pero que por venir de ella le dolió bastante.
– Estos versos los escribió una de las poetisas gallegas más célebres. Rosalia de Castro.- Después de éste pequeño inciso, la profesora se dedicó a impartir la clase de aquel día. Antoiño disfrutó cada palabra que surgía de su boca, aunque no era capaz de concentrarse en el significado. Cuando la señorita Catarina se miró el reloj y le dijo que la clase había acabado, Antoiño sintió que algo se partía dentro de él. Después le despidió con un: “Que tengas un buen verano.”; Y cada uno marchó por su lado.
Una semana después de finalizar las clases, Antoiño estaba del todo aburrido. No tenía nadie con quien jugar, ni nada que hacer. Estaba harto de dar tumbos de arriba abajo por las callejuelas del pueblo. Entonces divisó a un nuevo transeúnte dispuesto a romper con la rutina. Junto a la plaza centra, sentado en uno de los escalones que llevaban a la iglesia, había un desconocido. Era un mendigo. En realidad le pareció raro que un mendigo acudiera a su pueblo, pues aquellas gentes eran casi tan pobres como cualquier mendicante, de modo que le sería difícil encontrar limosnas que le llenaran la barriga. Se acercó a él para saciar su curiosidad. Era flaco y viejo, de pelo canoso, y una venda sucia como el tizón le rodeaba la cabeza cubriéndole los ojos.
– Acércate cuanto quieras muchacho.- Dijo éste.- No hay ser más indefenso que yo.
– ¿Cómo sabía que andaba por aquí?- Preguntó el muchacho lleno de curiosidad.
– Por tus andares de potro saltarín. Eres muy ruidoso.- El mendigo se quedó un momento callado, como si lo observara a través de la venda, aunque Antoiño sabía que eso no era posible.- Huelo algo a tu alrededor jovencito.
– Será jabón. No parece usted tener costumbre.
– No, no es eso.- Alegó el viejo tajante.- Una Meiga te está rondando.
De pronto, como cada día, las campanas de la iglesia echaron a repicar. A Antoiño se le erizó el vello de la nuca y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Respiró hondo y se calmó un poco.
– Las Meigas no existen abuelo.- Dijo de forma insolente.
– Sí que existen. Yo vi a una.- Contestó atrayendo la atención de Antoiño de nuevo que ya se disponía a marcharse.
– Pero si es ciego.
– Cuando era un zagal como tú volvía a casa desde la escuela. Tenía que atravesar un camino de tierra junto a un río. Entonces vi a una anciana muy vieja, pero no me pareció desagradable. Yo, como tú, no creía en Meigas ni cosas de esas. La anciana me llamó y sin pensármelo dos veces acudí. ¿Cómo iba yo a pensar que se trataba de una Feticeira? Lo que recuerdo después es como un campesino me sacaba del agua. Estuve a punto de ahogarme y luego cogí unas fiebres por las que perdí la vista. Desde entonces se cuando una Meiga anda cerca.
Antoiño se alegró de que el viejo mendigo no pudiera verle con la boca abierta escuchando aquel fantástico relato.
– ¿Y qué debo hacer para ahuyentarla?- Preguntó inocente.
– Si me traes algo de comer, te explicaré todo lo que necesitas para estar a salvo.
Antoiño echó a correr hacia su casa. Si su madre le veía robando algo de comida con lo mal que les iban las cosas, se metería en un buen apuro. Agarró un trozo bastante seco de queso de cabra y lo ocultó bajo la camisa. No tardó en llegar hasta el mendigo que se relamió ante el fortísimo olor que desprendía el queso.
– ¡Digamelo por favor!
– Está bien. Está bien.- Contestó el anciano cogiendo el queso y acariciándolo cual tesoro.- Esta noche es una noche peligrosa. Durante las vísperas de San Juan las Meigas campan a sus anchas por las calles.- De nuevo pareció como si lo mirara de arriba abajo.- Creo que la Meiga en cuestión es una Meiga-Chuchona.
Antoiño contuvo el aliento de pavor. Había oído hablar de las Meigas-Chuchonas. Las chupadoras. Se presentaban a menudo con distintas caras y chupaban la sangre a los niños, mientras que le extraían todos los untos del cuerpo para hacer pomadas. Sintió miedo de verdad y se dispuso a suplicar al mendigo que le ayudara cuando éste se puso a hablar de nuevo.
– Esta noche deberás coger un bote vacío e ir al cementerio.- La mera idea no le atrajo nada, pero dejó que el viejo terminara.- Llenarás el bote de tierra del cementerio y tendrás que pronunciar el siguiente Desconxuro: “¡San Silvestre, Meigas fora!”. Repítelo tres veces y las Meigas se alejaran de ti.
No muy convencido de tener que ir durante la noche, y más la Noite Meiga, al cementerio, Antoiño dio las gracias y se marchó al galope, como siempres.
Aquella noche, ante la sorpresa de su madre, pues no acostumbraba, se acostó pronto para de aquella forma estar descansado cuando la noche fuera mas avanzada. Aquella noche la pesadilla volvió. Aquella pesadilla recurrente se había desencadenado un día en que descubrió, en el patio trasero de la iglesia, un pequeño ataúd blanco apoyado contra una pared. Desde aquel instante tuvo la sensación de que aquel recipiente estaba destinado a contener su cuerpo. Por eso soñaba con que se encontraba encerrado dentro del ataúd, a cientos de metros bajo tierra, y por más que luchara no podía salir. Se despertó profundamente turbado y cogiendo aire a bocanadas. Era la hora. Saltó del viejo camastro con un ruido de muelles y rebuscó bajo el somier. Emergió con un bote de cristal en la mano que normalmente utilizaba para coger bichos. Se vistió y salió con cuidado de la casa. Tenía que darse prisa en volver antes de que madre fuese a observarlo como cada noche. Corrió hasta el cementerio sin pararse en ninguna esquina. La noche era clara pues había luna llena, pero eso no lo consolaba. Saltó la portezuela y entró en el recinto. Se vio en un mar de cruces de mármol. Destapó el bote con un sonido hueco y se agachó, llenando el bote con una tierra oscura.
Oyó pasos a su espalda. Se vio paralizado por el miedo. Cuando se giró y vio una figura vestida de blanco que se acercaba hacia él, comenzó a canturrear el Meigallo del mendigo.
– ¡San Silvestre, Meigas fora!- Lo repitió dos veces más mientras agarraba con fuerzas el bote lleno de tierra, y la figura se detuvo. Entonces le habló con una voz familiar.
– Antoiño, ¿Qué haces aquí?- Dijo la señorita Catarina ante la sorpresa del niño.
– ¡Y usted que hace!- Le preguntó enfadado por el susto que acababa de llevarse. El corazón le latía a mil por hora, y esta vez no tenía nada que ver con lo que sentía por la señorita.
La señorita Catarina dudó un instante, pero luego se decidió a hablar.
– Vengo aquí para hablar con mi marido.- Antoiño la miró sin comprender.- Murió hace dos años.
No podía creerlo. La señorita Catarina era realmente una Meiga, y por lo que le habían contado era una Vedoira. Ahora todo encajaba. Era guapa y agradable. Y tal y como ella afirmaba venía allí a hablar con los muertos.
– No me irá a hacer daño.- Dijo Antoiño. Catarina negó lentamente con la cabeza.
– Ahora vete a casa. La noche es peligrosa para que los niños anden solos.- Al igual que en clase, Antoiño no la cuestionó. Echó a correr. Saltó la portezuela y entró de puntillas en casa. Se deslizó por debajo de las sabanas justo a tiempo para que su madre asomara la cabeza. Aquella noche durmió plácidamente con el bote de tierra entre sus brazos.
Al día siguiente se enteró de que un vecino había encontrado, en la fuente que había en la plaza del pueblo, al mendigo ciego ahogado. Por mucho que dijeran que tropezó se golpeó en la cabeza y cayó a la fuente, Antoiño sabía la verdad. Pensó en que este no se había equivocado con las Meigas, solo se equivocó en a quién estaban rondando.