El Oscuro pasajero al descubierto

Hoy empieza en Estados Unidos la Séptima Temporada de nuestro asesino en serie favorito, Dexter. Esta temporada por lo que podemos ver en los trailers se centrará en el conflicto entre Dex (Michael C. Hall) y su hermana Debra (Jennifer Carpenter).

Aunque habrá que esperar para verla en nuestro idioma, a partir del día 5 de octubre será emitida por la cadena Fox Crime en versión original subtitulada. Para todo aquel que no pueda esperar, como yo.

Sad Man

Un curioso personaje que emana de esta loca cabeza del que escribe estas líneas. Sad Man se muestra como un icono de los momentos en que uno necesita apartarse del mundo, en el que cuesta ver las cosas con optimismo. Porque a veces tenemos derecho a estar un poco deprimidos, no todo van a ser Elmos y Ranas Gustavo.

Star Wars Anime

Alucinante animación de un fan que se hace llamar otaking77077, con un estilo típico de las series de animación japonesas. Métete en la piel de un piloto de Tie Fighter.

Webisodios

En estos momentos en que las Series de Televisión gozan de una afamada reputación, consiguiendo atraer la atención de todo tipo de público, este evento hasta ahora televisivo ha empezado a transformarse, a adaptarse al mundo moderno. Y para hacerlo ha elegido Internet.

Las series web se han ido haciendo un hueco, y lo que comenzó como una especie de promoción de una serie para la pequeña pantalla, o tan solo como la intención de mantener al público interesado hasta el estreno de la nueva temporada (The Walking DeadBattlestar Galactica 2011), se ha convertido en una expresión propia.

Empiezan a aparecer Series Web que no están vinculadas a ninguna otras serie, que son por sí mismas dignas de mención y de nuestra atención, como es el caso de The Booth at the End The Confession (ésta última cuenta con actores con la talla de John Hurt y Kiefer Sutherland), con una calidad nada despreciable, aunque eso sí con un metraje bastante reducido.

Dicho esto dejo aquí el trailer de una Webserie realizada por Bryan Singer (Sospechosos Habituales, X-men) con muy buena pinta, titulada H+.

La hora de los Sonambulos

«Sonambulos» es como denominan algunos personajes de «La Puerta del Caos» a estas criaturas similares a los Zombies de Romero. Estas ilustraciones realizadas por Bato, caracterizan algunos de esos seres que deambulan por una ciudad maldita de la que nadie puede escapar.

Ad Noctum

A pesar de que ya era bien entrada la noche, un tenue resplandor se colaba furtivo en la habitación a través de una pequeña rendija en su ventana. Se arropó hasta la nariz y abrazó con fuerza a Orson, su fiel osito de trapo, que en aquel momento desprendía un intenso aroma a lavanda tras pasar la tarde entera en la lavadora. Un mueble se atrevió a crujir clamando por su atención. Asomó sus ojillos por encima del edredón y miró hacia el armario que se alzaba a los pies de la cama. Una angulosa forma se proyectaba siniestramente sobre la puerta. “No tengas miedo”, susurró el niño a Orson, pero el oso no era quien comenzaba a temblar.
La sombra empezó a desplazarse lentamente, y el niño no tardó en percatarse de que la puerta del armario se estaba abriendo. Un nuevo crujido le sobresaltó y cerró los ojos acurrucándose bajo la protección de sus sabanas. El silencio le inquietaba y por ello volvió a asomarse. La puerta del armario estaba abierta de par en par, pero no había nada en su interior que se encontrara fuera de lugar, tan solo ropa y juguetes. Suspiró aliviado. “¿Ves? No hay nada de lo que asustarse.”, le dijo a Orson con un aire de confianza recién adquirido. Se dio media vuelta disponiéndose a dormir cuando un ruido extraño, como de algo al deslizarse, le llegó desde debajo de su cama. Tendió el oído atento, pero no oyó nada salvo su propia respiración. Cogió a Orson y lo miró directamente a sus pequeños ojillos negros de plástico. “Sé valiente Orson y ve a ver.”, le dijo. Extendió el brazo con el osito en la mano y lo asomó por el borde de la cama. De pronto el muñeco de trapo se escurrió de entre sus dedos y desapareció de su vista en el negro abismo que se extendía a los pies de su cama. De nuevo el ruido  bajo el colchón se hacía más audible. Se cubrió la cabeza y se encogió como un erizo, temblando de miedo. Tomó aliento y dejó de respirar, quedando sepultado por un manto de silencio, hasta que fue interrumpido por algo similar a un jadeo profundo y áspero que se acercaba lentamente hacia él. El pelo de la nuca se le erizó y ya no pudo contenerse más. Lanzó un grito con todas sus fuerzas. Segundos después las luces de la habitación se filtraron a través de las fibras de la sábana, y cuando sacó la cabeza vio a su madre bajo el quicio de la puerta, observándole con una expresión que se debatía entre el cansancio y la comprensión, igual que tantas otras noches.
Su madre le consoló, recogió a Orson del suelo y lo colocó junto a él. Los arropó a ambos y le besó en la frente. Dejó la puerta entreabierta y la luz del pasillo encendida, cosa que le dejaba más tranquilo. Miró hacia el armario. Le pareció contemplar una sombra extraña en su interior y la puerta se deslizó lentamente hasta quedar cerrada de nuevo. Abrazó al oso de trapo y le dijo: “Al menos esta noche estamos a salvo.” Dicho esto cerró los ojos para sumirse en un plácido y profundo sueño. 

La Fragua

Una figura se recortó entre la niebla. Era un hombre de complexión robusta e iba abrigado con una raída gabardina larga y embozado hasta los ojos con una bufanda gris llena de agujeros. Se paró junto a una esquina, miró a ambos lados, como si tratara de reconocer el sitio donde se encontraba, y luego torció a la izquierda, perdiéndose callejón abajo.

Tunguska. Rusia. Año 2029.

Recogió las bragas de la moqueta y se las puso de nuevo. Se acercó al radiador que había vuelto a pararse y lo golpeó con un viejo libro de Dostoievski, vibró durante un instante y comenzó a funcionar. Un tipo peludo desnudo salió del cuarto de baño contiguo a la habitación. Recogió sus pantalones del suelo y rebuscó en el interior de sus bolsillos hasta que sacó unos cuantos billetes arrugados. Los colocó sobre la mesilla. Se vistió y se marchó con tan solo decir: Das vidan’ya.

Irina suspiró de alivio y se sentó en la cama. Abrió el cajón de la mesilla y empujó los billetes hasta que cayeron en su interior. Sacó un paquete de cigarrillos casi vacío y un mechero, y se puso a fumar. Pensó en que aquel polvo no había merecido tan escaso dinero, pero se contentó con pensar que al día siguiente comería caliente. Corrían tiempos difíciles. La gente moría a diario de inanición o de hipotermia. Sin contar las bajas en el campo de batalla. Si es que en aquel momento existía un campo de batalla. Ciudades enteras en toda Europa se habían consumido por el fuego nuclear. Dudaba que en aquel mismo instante hubiera alguien vivo que recordara por qué comenzó todo, a santo de qué aquella refriega estúpida que acabó con la vida de tantísimas personas y que aún seguía llevándose a más. Miró el cigarrillo que estaba fumando. “Lucky Strike”, traducido al ruso algo así como: “Golpe de suerte”. No se podía ignorar la ironía. Mientras Europa y Asia se veían sumidos en el caos más profundo, los Estados Unidos observaban en primera fila como si fuera una película mala de un domingo por la tarde. A pesar de todo ello, Irina, sobrevivía gracias, en gran medida, a sus dos amigas. Se miró los turgentes senos, que seguían al descubierto, y los acarició cariñosamente.

Alguien llamó a la puerta sobresaltándola. Apagó el cigarrillo en la mesilla, sobre otra quemadura anterior, y sopló la ceniza, que voló por el aire sumándose al polvo que invadía poco a poco la habitación. Se puso un camisón que apenas ocultaba su cuerpo y se acercó a la puerta, tendiendo la oreja.

– Dobroy nochi.- Dijo una voz varonil al otro lado. No esperaba a ningún cliente más aquella noche, pero tampoco iba a negarse a ganar algún dinero extra.

Abrió la puerta. Un hombre alto y fuerte, apretado bajo un abrigo largo y con una bufanda cubriéndole la cara. Tenía nieve sobre los hombros, que fue formando un sendero conforme se adentró en la habitación.

– Ponte cómodo.- Añadió Irina mientras cerraba la puerta. Más de una vez se había imaginado siendo apuñalada por ser tan confiada. Había mucha gente desesperada por conseguir algo de calderilla o simplemente por una cama caliente. Miró el radiador y se sintió algo culpable por tener algo de tanto lujo, pero pronto desechó la idea diciéndose a sí misma que se lo había ganado.

– Spasiva.– Respondió el hombre mientras se deshacía de su chaqueta y la bufanda y las dejaba sobre el reposabrazos de un sillón que había en un rincón.

Irina se sentó al otro lado de la cama, de espaldas a su cliente. El hombre se deshizo del grueso suéter color verde y se sentó en la cama también. Mientras se desataba las botas, Irina le echó un vistazo. Tenía una espalda ancha y con musculatura bien definida. Estaba lleno de cicatrices.  Una cadena metálica le colgaba del cuello. Pensó que podía ser un militar. Arrojó el camisón de su cuerpo al suelo y se abalanzó sobre él. Le resultaba estimulante tener sobre ella un cuerpo atractivo para variar. Acarició las heridas, recorriéndolas con un dedo, como si fueran un camino que llevara a un lugar desconocido.

– ¡No me toques!- Gritó este y ella instintivamente se lanzó hacia atrás. El hombre se puso en pie y se volvió por primera vez, mirándola inquisitivamente.- ¿En qué te has convertido?- Añadió con odio en la voz.

Los ojos de Irina se abrieron como platos al reconocer aquel rostro, que aunque no era exactamente como en sus recuerdos, pues este era más duro y curtido, era bastante familiar.

– ¿Vasili?- Preguntó ella, más para sí que otra cosa.- ¿Hermano?- Irina se apresuró a cubrir su cuerpo.- Creí que habías muerto. Hace dos años que no sé nada de ti.

Los ojos de Vasili parecía que fueran a estallar, y de pronto se vino abajo. Se cubrió el rostro con sus enormes manos y se dejó caer sobre el colchón, agitándola a ella, que se debatía entre la sorpresa y el miedo. Lentamente, extendió la mano y la apoyó sobre su hombro tratando de consolarle. Estaba llorando.

– ¿En qué me he convertido yo?- Dijo Vasili entre dientes. Ella no dijo nada. Se enjugó las lágrimas y se volvió, mirándola fijamente.- He visto las cosas horribles de las que es capaz el ser humano. Gente muriendo a mi alrededor. He visto niños ser sacrificados por sus propios padres por nacer con malformaciones a causa de la radiación. He sentido el fuego enemigo volar por encima de mi cabeza mientras me preguntaba qué les habíamos hecho o quien lo había empezado. He matado.

Vasili se puso en pie, tensando los músculos y sin dejar de mirar a Irina.

– Y después de todo esto, sigo aquí. Estoy vivo.- Dijo con orgullo.

– ¿Te han licenciado?- Preguntó Irina. Y por unos instantes volvió a sentir que tenía una familia, y que todo por lo que ambos habían pasado había quedado por fin atrás; Pero Vasili no contestó. Siguió manteniendo la mirada. Irina analizó su rostro. Cualquier parecido que tuvieran en el pasado como mellizos que eran se había esfumado, perdido en mil campos de batalla.- Has desertado.

– Estoy por encima de todo.- Contestó él. Se miró sus grandes manos mientras las abría y las cerraba en un puño.- Estas manos han quitado vidas, pero se ha acabado. Nunca más. Soy una nueva persona.

– ¡Pero la Guardia Zarista te perseguirá y te matará!

Cuando por segunda vez en aquella extraña noche, alguien llamó a la puerta, Irina contuvo la respiración, mientras que Vasili se puso en guardia, como si fuera un gato montés que se viera acorralado.

– Dobroy nochi. Inspección.- Gritó la voz tras la puerta.

Irina saltó de la cama e indicándole a su hermano que no hablara, lo cogió de la mano y lo arrastró hasta el cuarto de baño. Allí le apremió a entrar en la pequeña ducha y corrió la cortina floreada. Vasili no puso ningún impedimento, pero estaba en constante tensión. Irina corrió a recoger el camisón y se lo puso de nuevo. Se revolvió un poco el pelo y abrió la puerta. Había dos hombres de frondosos bigotes y uniformados. La Guardia Zarista.

– Dobroy nochi, señora.- Dijo uno de ellos de voz tosca pero de forma educada.- Nos han avisado de que han visto a un extraño por el vecindario. ¿Ha visto usted algo?- Irina se limitó a negar con la cabeza.- ¿Le importa que echemos un vistazo?- Desde luego no esperaron una contestación. Irrumpieron en la habitación con una mano sobre la culata de sus armas.

– ¿Quieren tomar algo agentes? ¿Un poco de Vodka tal vez? Es una noche muy fría.- Intentaba ser cortés para que decidieran que no había nada interesante que ver allí. Uno de ellos parecía que iba a contestar afirmativamente a la invitación, pero el otro, tal vez su superior, lo miró inquisitivamente y el primero dejó escapar de mala gana: “Niet. Spasiva.”

– ¿Qué hay tras esa puerta?- Preguntó el que llevaba la voz cantante.

– El baño.- Se apresuró a aclarar ella. E impotente se tuvo que limitar a ver como se aproximaba a la puerta con intención de atravesarla. Vio como el otro, en lugar de registrar, no quitaba ojo a sus pechos, que apenas quedaban ocultos bajo aquel trozo de tela.

El guardia abrió la puerta y entró en el baño. Irina contuvo la respiración. El otro se acercó a ella, sin dejar de mirarle los pechos.

– Mi turno acaba dentro de una hora.- Dijo.- Podría invitarte a cenar.- Irina sabía por experiencia propia que los miembros de la guardia, que nadaban en la abundancia, compraban con comida los favores sexuales de las jovencitas desesperadas.

Un ruido se oyó en el baño y luego otro de algo chocando contra el suelo. El guardia que estaba junto a Irina dio un brinco y sacó su arma. Vasili, con los músculos en tensión apareció bajo el umbral. Tenía los ojos, nuevamente, inyectados en sangre y la mandíbula desencajada. Irina pensó que tenía un aspecto aterrador, y vio por el rabillo del ojo como el guardia temblaba aún sosteniendo un arma. Éste vio a su compañero tendido en el suelo a espaldas de Vasili y frunció el ceño con una maldición. Apretó el gatillo, pero Irina saltó sobre él, recibiendo el impacto. Ella se desplomó en la sucia moqueta ante la sorpresa tanto del guardia como de Vasili, quien miró el cuerpo y luego a su asesino. El guardia dudó un segundo, pero luego alzó de nuevo su arma y volvió a disparar. Una bala pasó junto a Vasili y se incrustó en la pared. Vasili atravesó la habitación como un rayo y se arrojó por la ventana. Envuelto en una lluvia de cristales aterrizó rodando en la nieve, ahora tachonada de rojo sangre. Miró hacia la ventana en el segundo piso y echó a correr, penetrando en la niebla.

Mientras huía, no lloró por Irina. Sin saberlo, las lágrimas que vertió sobre la colcha de su hermana, minutos antes, serían las últimas que derramaría. La guerra y las adversidades le habían hecho más fuerte, un superviviente, pero le habían matado por dentro.

Noite Meiga

Antoiño se despertó sobresaltado. Había vuelto a tener aquella pesadilla. Le costaba respirar y sentía la espalda empapada. Miró a su alrededor. Se encontraba en su habitación, en su cama. Comenzó a calmarse. La luz de la luna penetraba por una rendija entreabierta de la ventana. Se levantó y la abrió de par en par. El aire fresco de la noche invadió el interior. Los grillos se oían cantar en los campos cercanos. Observó la luna preguntándose si su padre también la estaría viendo en aquel momento. Hacía casi un año que se había marchado a Cuba a trabajar, mucho tiempo en la vida de un niño, y ya le costaba imaginarse su cara. Antoiño no entendía bien porqué su padre había tenido que irse tan lejos. Tan solo sabía que los adultos no hacían otra cosa que hablar de que la pobreza se había apoderado de Galicia. Los campos de cultivo ahora se veían abandonados, requeridos de nuevo por la madre naturaleza. Las casas en dejadez, casi en ruinas, y las calles desiertas.

Oyó como unos pasos se acercaban a su puerta. Cerró la ventana y corrió de nuevo a la cama, fingiendo estar dormido. Aún sin tener los ojos abiertos sabía que madre acababa de abrir la puerta lentamente y asomado la cabeza por ella para comprobar que seguía allí, a salvo. Y luego se quedaría unos minutos observándolo en silencio. Lo hacía cada noche incluso más de una vez. Pues aquel año, 1915 de nuestro Señor, no solo los adultos se encontraban en la miseria y sin trabajo, sino que aconteció también la maldición de los infantes, La peste alemana. Estas fiebres estaban sesgando la vida de un gran número de hijo e hijas gallegos, sin que se encontrara cura alguna mejor que pedir la salvación a San Roque. Antoiño, al menos hasta el momento, había esquivado la enfermedad, pero su madre se mantenía intranquila. Él a sus escasos doce años, ignorando la mayoría de los sucesos de su entorno, era muy consciente ya de que existía la muerte, de modo que se apuró en crecer tan deprisa como pudo.

A la mañana siguiente su madre lo despertó sobresaltándolo y abriendo las ventanas. El sol entró en tropel y por más que intentó evitar le golpeó en los ojos. Su madre le despojó de las sábanas y las colgó de la ventana, apremiándole a marchar hacia la escuela. Después de estar ya vestido y desayunado, con lo escaso que había, marchó camino a clase con paso acelerado. Entonces se dio cuenta de algo. Era el último día, llegaban las vacaciones de verano. Le entristeció. Su paso se volvió más lento. No es que le gustara especialmente dar clase, lo que le puso triste fue la idea de no volver a ver a su profesora, la señorita Catarina, hasta después del verano. Estaba secretamente enamorado de la señorita Catarina. Si hubiera tenido un amigo al que contárselo, no se lo habría dicho, porque pensaba que eso era algo que debía atesorar para sí mismo. Era la mujer más hermosa que había visto nunca. Era delgada, casi huesuda, y se movía como si siempre fuese danzando. Era risueña y tenía una delicada voz, que Antoiño creía que si alzaba demasiado se rompería toda ella. Siempre llevaba los cabellos castaños recogidos en un apretado moño en la nuca, que durante el día no dejaba de revisar para que no aflojara.

Las campanas de la iglesia le sacaron de su ensimismamiento. Un escalofrío le recorrió la coronilla y bajó por la espalda. Antes de saber el significado de aquellas campanadas, ni siquiera les había prestado atención. Ahora le torturaban. Aquellas campanas repicaban a diario para rogar por las almas de los niños enfermos por la peste. Como las familias eran tan pobres que no podían tratar ningún tratamiento, se contentaban con que el Señor Todopoderoso les acogiera en su seno. Echó a correr. Llegaba tarde.

Llamó a la puerta, esperó un “adelante” y entró apresurado disculpándose con la profesora. La clase era una habitación pequeña con unos ocho pupitres, la mesa tras la cual se sentaba la señorita Catarina y una pizarra verde que colgaba de la pared, con más borrones que un día de niebla.

– Ve a tu sitio Antoiño.- Dijo la señorita.

La obedeció enseguida. Hubiera hecho cualquier cosa que le hubiera pedido. Se sentó en uno de los pupitres de la primera fila. El resto se encontraban vacíos, pues Antoiño era el último niño en edad escolar que quedaba en el pueblo, pero no le importaba. De este modo podía estar todos los días a solas con su querida señorita.

– ¿Has hecho los ejercicios, Antoiño?- Este asintió sin mucho convencimiento y la profesora le lanzó una mirada suspicaz.- Pues dime quién escribió lo siguiente:

Galicia está probe

Pr’a Habana me vou.

¡Adiós, adiós prendas

Do me corazón!

Antoiño su puso a pensar durante un rato, pero acabó por tener que decir que no lo sabía. La señorita Catarina le lanzó una reprimenda bastante leve, pero que por venir de ella le dolió bastante.

– Estos versos los escribió una de las poetisas gallegas más célebres. Rosalia de Castro.- Después de éste pequeño inciso, la profesora se dedicó a impartir la clase de aquel día. Antoiño disfrutó cada palabra que surgía de su boca, aunque no era capaz de concentrarse en el significado. Cuando la señorita Catarina se miró el reloj y le dijo que la clase había acabado, Antoiño sintió que algo se partía dentro de él. Después le despidió con un: “Que tengas un buen verano.”; Y cada uno marchó por su lado.

Una semana después de finalizar las clases, Antoiño estaba del todo aburrido. No tenía nadie con quien jugar, ni nada que hacer. Estaba harto de dar tumbos de arriba abajo por las callejuelas del pueblo. Entonces divisó a un nuevo transeúnte dispuesto a romper con la rutina. Junto a la plaza centra, sentado en uno de los escalones que llevaban a la iglesia, había un desconocido. Era un mendigo. En realidad le pareció raro que un mendigo acudiera a su pueblo, pues aquellas gentes eran casi tan pobres como cualquier mendicante, de modo que le sería difícil encontrar limosnas que le llenaran la barriga. Se acercó a él para saciar su curiosidad. Era flaco y viejo, de pelo canoso, y una venda sucia como el tizón le rodeaba la cabeza cubriéndole los ojos.

– Acércate cuanto quieras muchacho.- Dijo éste.- No hay ser más indefenso que yo.

– ¿Cómo sabía que andaba por aquí?- Preguntó el muchacho lleno de curiosidad.

– Por tus andares de potro saltarín. Eres muy ruidoso.- El mendigo se quedó un momento callado, como si lo observara a través de la venda, aunque Antoiño sabía que eso no era posible.- Huelo algo a tu alrededor jovencito.

– Será jabón. No parece usted tener costumbre.

– No, no es eso.- Alegó el viejo tajante.- Una Meiga te está rondando.

De pronto, como cada día, las campanas de la iglesia echaron a repicar. A Antoiño se le erizó el vello de la nuca y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Respiró hondo y se calmó un poco.

– Las Meigas no existen abuelo.- Dijo de forma insolente.

– Sí que existen. Yo vi a una.- Contestó atrayendo la atención de Antoiño de nuevo que ya se disponía a marcharse.

– Pero si es ciego.

– Cuando era un zagal como tú volvía a casa desde la escuela. Tenía que atravesar un camino de tierra junto a un río. Entonces vi a una anciana muy vieja, pero no me pareció desagradable. Yo, como tú, no creía en Meigas ni cosas de esas. La anciana me llamó y sin pensármelo dos veces acudí. ¿Cómo iba yo a pensar que se trataba de una Feticeira? Lo que recuerdo después es como un campesino me sacaba del agua. Estuve a punto de ahogarme y luego cogí unas fiebres por las que perdí la vista. Desde entonces se cuando una Meiga anda cerca.

Antoiño se alegró de que el viejo mendigo no pudiera verle con la boca abierta escuchando aquel fantástico relato.

– ¿Y qué debo hacer para ahuyentarla?- Preguntó inocente.

– Si me traes algo de comer, te explicaré todo lo que necesitas para estar a salvo.

Antoiño echó a correr hacia su casa. Si su madre le veía robando algo de comida con lo mal que les iban las cosas, se metería en un buen apuro. Agarró un trozo bastante seco de queso de cabra y lo ocultó bajo la camisa. No tardó en llegar hasta el mendigo que se relamió ante el fortísimo olor que desprendía el queso.

– ¡Digamelo por favor!

– Está bien. Está bien.- Contestó el anciano cogiendo el queso y acariciándolo cual tesoro.- Esta noche es una noche peligrosa. Durante las vísperas de San Juan las Meigas campan a sus anchas por las calles.- De nuevo pareció como si lo mirara de arriba abajo.- Creo que la Meiga en cuestión es una Meiga-Chuchona.

Antoiño contuvo el aliento de pavor. Había oído hablar de las Meigas-Chuchonas. Las chupadoras. Se presentaban a menudo con distintas caras y chupaban la sangre a los niños, mientras que le extraían todos los untos del cuerpo para hacer pomadas. Sintió miedo de verdad y se dispuso a suplicar al mendigo que le ayudara cuando éste se puso a hablar de nuevo.

– Esta noche deberás coger un bote vacío e ir al cementerio.- La mera idea no le atrajo nada, pero dejó que el viejo terminara.- Llenarás el bote de tierra del cementerio y tendrás que pronunciar el siguiente Desconxuro: “¡San Silvestre, Meigas fora!”. Repítelo tres veces y las Meigas se alejaran de ti.

No muy convencido de tener que ir durante la noche, y más la Noite Meiga, al cementerio, Antoiño dio las gracias y se marchó al galope, como siempres.

Aquella noche, ante la sorpresa de su madre, pues no acostumbraba, se acostó pronto para de aquella forma estar descansado cuando la noche fuera mas avanzada. Aquella noche la pesadilla volvió. Aquella pesadilla recurrente se había desencadenado un día en que descubrió, en el patio trasero de la iglesia, un pequeño ataúd blanco apoyado contra una pared. Desde aquel instante tuvo la sensación de que aquel recipiente estaba destinado a contener su cuerpo. Por eso soñaba con que se encontraba encerrado dentro del ataúd, a cientos de metros bajo tierra, y por más que luchara no podía salir. Se despertó profundamente turbado y cogiendo aire a bocanadas. Era la hora. Saltó del viejo camastro con un ruido de muelles y rebuscó bajo el somier. Emergió con un bote de cristal en la mano que normalmente utilizaba para coger bichos. Se vistió y salió con cuidado de la casa. Tenía que darse prisa en volver antes de que madre fuese a observarlo como cada noche. Corrió hasta el cementerio sin pararse en ninguna esquina. La noche era clara pues había luna llena, pero eso no lo consolaba. Saltó la portezuela y entró en el recinto. Se vio en un mar de cruces de mármol. Destapó el bote con un sonido hueco y se agachó, llenando el bote con una tierra oscura.

Oyó pasos a su espalda. Se vio paralizado por el miedo. Cuando se giró y vio una figura vestida de blanco que se acercaba hacia él, comenzó a canturrear el Meigallo del mendigo.

– ¡San Silvestre, Meigas fora!- Lo repitió dos veces más mientras agarraba con fuerzas el bote lleno de tierra, y la figura se detuvo. Entonces le habló con una voz familiar.

– Antoiño, ¿Qué haces aquí?- Dijo la señorita Catarina ante la sorpresa del niño.

– ¡Y usted que hace!- Le preguntó enfadado por el susto que acababa de llevarse. El corazón le latía a mil por hora, y esta vez no tenía nada que ver con lo que sentía por la señorita.

La señorita Catarina dudó un instante, pero luego se decidió a hablar.

– Vengo aquí para hablar con mi marido.- Antoiño la miró sin comprender.- Murió hace dos años.

No podía creerlo. La señorita Catarina era realmente una Meiga, y por lo que le habían contado era una Vedoira. Ahora todo encajaba. Era guapa y agradable. Y tal y como ella afirmaba venía allí a hablar con los muertos.

– No me irá a hacer daño.- Dijo Antoiño. Catarina negó lentamente con la cabeza.

– Ahora vete a casa. La noche es peligrosa para que los niños anden solos.- Al igual que en clase, Antoiño no la cuestionó. Echó a correr. Saltó la portezuela y entró de puntillas en casa. Se deslizó por debajo de las sabanas justo a tiempo para que su madre asomara la cabeza. Aquella noche durmió plácidamente con el bote de tierra entre sus brazos.

Al día siguiente se enteró de que un vecino había encontrado, en la fuente que había en la plaza del pueblo, al mendigo ciego ahogado. Por mucho que dijeran que tropezó se golpeó en la cabeza y cayó a la fuente, Antoiño sabía la verdad. Pensó en que este no se había equivocado con las Meigas, solo se equivocó en a quién estaban rondando.